Punto de Fisión

Gürtel de tronos

Ayer dio inicio en Avilés el festival Celsius 232, uno de los mayores dedicados a la literatura fantástica en el continente europeo, y entre los muchos invitados que se dejarán caer por ahí estos días estarán Tim Powers, Patrick Rothfuss, Ian Watson, Joe Abercrombie, y también Vanessa Montfort y Fernando Marías, que montarán un espectáculo sangriento y alucinante con los Hijos de Mary Shelley de fondo. El alma mater de tanta maravilla es Cristina Macía, una amiga a quien no veo tanto como yo quisiera porque entre organizar el festival, traducir los tochos de George R. Martin y seguir las carreras de Fernando Alonso, no hay forma humana de quedar con ella.

En España la literatura fantástica anda de capa caída desde tiempos del Cid, que era un caballero medieval que se limitaba a tomar juramentos y a pelearse con moros en vez de partir montañas a espadazos y acostarse con brujas como hacían sus homólogos franceses y británicos. A pesar del Quijote, de las Leyendas de Bécquer, de las fábulas de Cunqueiro y de Torrente Ballester, la desconfianza hacia el género persiste incluso en nuestros días, cuando una pléyade de jóvenes y no tan jóvenes autores ha tomado por asalto las librerías: de José Carlos Somoza a Manel Loureriro, de Elia Barceló a Ismael Martínez Biurrun.

Borges dijo que el realismo era una rama menor de la literatura fantástica y no le faltaba razón, ya que primero vinieron la Ilíada, la Odisea, el Ramayana, la Biblia, el Gilgamesh, el Kalevala y luego todo lo demás. Aun así sorprende la resistencia del público español a tomarse en serio la literatura fantástica, debe de ser porque aquí ya estamos acostumbrados a que la realidad sea estrictamente increíble. Aquí la ficción, en lugar de en las novelas, la leemos en los periódicos. Hay que reconocer que, después de las peripecias judiciales de Carlos Fabra, la lectura de El señor de los anillos se vuelve algo muy aburrido, ya que a Tolkien nunca se le ocurrió que Saurón pudiera ganar siempre a la lotería y que después construyera un aeropuerto de pega para llevar a pasear a los nietos.

En efecto, comparados con la interminable instrucción del caso Gürtel, los sucesivos tomos de Juego de Tronos, la todavía inacabada epopeya de George R. Martin, parecen ediciones abreviadas del Calendario Zaragozano. El juez Ruz acaba de cerrar la primera entrega (denominada Época I: 1999-2005, como los Episodios Nacionales) y hay en ella tal cantidad de mangantes populares, tal patulea de tesoreros, alcaldes, consejeros y senadores genoveses haciendo cola para el trullo que daría para llenar el censo completo de los Lannister y los Stark, y aun sobraría un buen montón para bautizar con nombres propios varias dinastías de orcos. Borges dirá lo que quiera, pero aquí la literatura fantástica no le llega a los tobillos al B.O.E. y si George R. Martin llega a apellidarse Bárcenas tiene que colocar Invernalia en un resort del Caribe. Leo con no poca envidia que los libros de Rothfuss han vendido más de ochocientos mil ejemplares sólo en castellano mientras que los lectores españoles de Martin se cuentan por millones, pero eso no es nada al lado de la fe de carboneros de los votantes del PP, que todavía creen en la honradez de Rajoy, Cospedal, Mato y Montoro, que son capaces de poner la mano en el fuego por ellos, y que, cuando no tengan manos que ofrecer, seguirán votando con los codos.

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