Punto de Fisión

Robin Williams se sube a una mesa

El martes por la mañana, cuando me metí al autobús de camino a Cuenca para ver a mi amiga María Alcocer, en la radio sonaba el Don´t worry, be happy de Bobby McFerrin, y de inmediato pensé si habría sido cosa de la ignorancia, de la casualidad o de la simple mala leche. Al fin y al cabo, casi nadie se acuerda ya de que en el video de esa canción salía Robin Williams (que era tan colega de Bobby como para atreverse a cantar el Beverly Hill Blues con él) haciendo el payaso, eso que parece tan fácil de hacer, que suele esgrimirse como insulto y que en realidad es uno de los oficios más nobles que existen.

Williams dedicó buena parte de su existencia a hacer reír y, como tantos otros cómicos, debajo o detrás de las carcajadas latía una vena de tristeza, un aura trágica, el ridi pagliaccio con que Leoncavallo levantó una ópera entera: Stan Laurel mendigando un papel por los estudios después de que el Gordo lo dejara solo, Miguel Gila frente al pelotón del fusilamiento cada vez que levantaba el teléfono, Andy Kaufman muerto tan joven que parecía otra de sus bromas de mal gusto, la otra cara de Jerry Lewis. El kilo de risa sale carísimo y Robin Williams pagó el precio en depresiones terribles, drogadicción, alcoholismo, vastas noches de soledad y orfandad.

Lo descubrimos de locutor de radio en Good morning, Vietnam, dando los buenos días a los soldados a voces, lanzando mensajes de ánimo, aceptando disparatadas peticiones de música, la más curiosa de las cuales venía de un puesto de artillería: "¿Qué quieres oír, hombre?" "Lo que sea, tío, pero ponlo alto". Después fue el profesor Keating en El club de los poetas muertos, una película bastante tramposa en la que pedía a sus alumnos que no fueran borregos para luego ir reuniéndolos en su propio rebaño. Aun así, su rústico encanto y su alegría de vivir eran tan contagiosas que difuminaban lo endeble del guión para ir empapando a sus pupilos de un romanticismo bello y juvenil, carpe diem, muchachos. O captain, my captain. Al igual que ocurría con su artífice, tampoco sabíamos gran cosa de la vida privada de Keating: hoy sospechamos que esa efervescencia lírica, ese optimismo insensato disfrazaban una melancolía profunda, un pozo de oscuridad del que no iba a salvarse ni subiéndose a una mesa.

En su rostro había algo de juguete despedazado y en sus ojos ráfagas de una infancia perdida; por eso Coppola vio en él un niño viejo en la fallida Jack; por eso Spielberg le hizo dar vida a un Peter Pan fondón que había extraviado el rumbo de la tierra de Nunca Jamás en la no menos fallida Hook. En sus últimos años Hollywood descubrió una sombra inquietante en sus rasgos tenaces que él aprovechó a fondo en el papel de un empleado de una tienda de fotografías y de un escritor chungo en un pueblo de Alaska donde no se ponía el sol. Sin embargo, siempre lo recordaremos destilando bondad, derramando la sonrisa tierna del médico que lucha contra una enfermedad incurable en Despertares, el fuego chisporroteante de la locura en El rey pescador y la luz compasiva del psicólogo en El indomable Will Hunting. El martes por la mañana ya estaba bien muerto y aún tuvo tiempo de hacerme sonreír otra vez. Don’t worry, be happy.

Más Noticias