Punto de Fisión

Ajedrez mortal

Recuerdo hace muchos años, con motivo del duelo entre Karpov y Kasparov en Sevilla, en un programa deportivo estaban entrevistando a un médico experto en ajedrez para que analizara la psicología de cada campeón. (Hoy día la conmoción sería triple: por incluir el ajedrez en la televisión, por entrevistar a un médico en lugar de a una choni de barrio y por considerar algún deporte digno de consideración más allá del fútbol). El médico explicó que se había enfrentado a ambos ante el tablero y que, aparte de su estrategia y modo de juego, de sus manías y de sus tics, había algo, un aura que desprendían en pleno combate, la emanación psíquica de su agresividad. La de Karpov –explicó– era blanca, gélida, una lenta telaraña de frío que iba atenazando y aprisionando a su adversario. La de Kasparov era roja y densa, y avanzaba en oleadas, como una serie de puñetazos mentales cada vez más intensos.

En un momento dado el locutor comentó que tenían que dar paso a una retransmisión del torneo de las cinco naciones (sí, amigos, esos tiempos eran) e intentó una finta para empalmar la abstracta batalla sobre el tablero con la lucha física sobre el césped: "Ahora, doctor, si le parece, pasamos de la serenidad del ajedrez a un deporte sumamente violento como es el rugby. ¿No es así?" "Por supuesto que no" replicó sonriente el médico. "El ajedrez es mucho más violento que el rugby". Y rápidamente explicó el canibalismo implícito en el lenguaje ajedrecístico, donde se comen piezas y se matan jeques; la animadversión profunda que enfrenta a los grandes campeones, que se dan la mano como si sufrieran una descarga eléctrica; la dedicación fanática que supone entregar la vida entera al arte abismal y absurdo del ajedrez. Dijo que ni Kasparov ni Karpov tenían ganas de bromear ni de compartir unas cervezas después de una partida, como los jugadores de rugby en el tercer tiempo. Que, detrás de la reflexiva calma con que se realizaban las jugadas se transparentaba una ferocidad enorme, visible en el deterioro físico de los contendientes. Karpov, sin ir más lejos, había perdido más de quince kilos en poco menos de un mes y aparentemente no había hecho nada más violento que sentarse cinco horas al día en una silla.

He recordado esa lección magistral (aunque por desgracia he olvidado el nombre de aquel médico) al enterarme de la muerte de dos jugadores en las Olimpíadas de Ajedrez celebradas en Noruega. Meier se desplomó ante el tablero y Anarkúlov fue encontrado sin vida en la habitación de su hotel. La historia parece el aperitivo de una novela negra, pero en realidad revela la tremenda tensión que envuelve algunas actividades aparentemente inocuas. Karajan contaba cómo al menos dos directores de orquesta habían fallecido súbitamente de un ataque al corazón más o menos en el mismo pasaje del tercer acto del Tristán, una ópera extenuante que también se ha llevado por delante unos cuantos cantantes. "Hoy en día" –Karajan hablaba ya en plena vejez– "Wagner no me cansaría especialmente, pero cuando era joven e impetuoso casi tuve que pedir una ambulancia después de dirigir por primera vez el Tristán".

El alma y el cuerpo están más unidos aun de lo que sospechamos y el ajedrez es uno de esos nudos gordianos donde se trenzan sus misterios. Ninguno de los grandes ajedrecistas a los que Fisher derrotó en un match (ni Larsen, ni Petrossian, ni siquiera Spassky) volvió a jugar nunca al nivel que tenía antes. Era como si una apisonadora les hubiese pasado por encima. Y cuando Spassky, poco antes de la batalla islandesa que mejor simbolizó la guerra fría, proclamó "El ajedrez es como la vida", Fisher inmediatamente le corrigió: "El ajedrez es la vida". Y le cortó la cabeza.

 

Más Noticias