Punto de Fisión

Palabras callejeras

Cuando empecé a trabajar en el suplemento de Madrid de El Mundo, el redactor jefe de entonces me sugirió que le hiciera alguna propuesta e inmediatamente yo le dije que quería escribir perfiles de vagabundos. "Eso no le interesa a nadie", respondió, objeción que me dejó bastante perplejo y que no supe cómo sortear. A cambio, me pidió una serie de retratos de personajes famosos (actrices, políticos, escritores, presentadores de televisión y gente de la farándula en general) que publicaríamos cada jueves, un encargo que dividí equitativamente por sexos y que acabé reuniendo en un volumen con fotografías, Bellas y bestias, del que estoy bastante satisfecho. Pero mi proyecto inicial se quedó rondando por ahí, en el baúl de los sueños inconclusos, a la espera de una chispa, un mecenas, un empujón.

Para mí los vagabundos son náufragos, gente que tiene detrás una larga historia de pérdidas y de fracasos, las cicatrices de una gran ciudad. Por entonces había una joven que mendigaba por la zona de Argüelles de la que se decía que era hija de unos millonarios. No sé si era verdad pero yo quería relatar los pormenores de su caída, quería saber cómo había llegado desde lo alto de la pirámide social a dormir en un banco en plena calle; si había sido una desgracia familiar, una historia de amor, una enfermedad mental o una elección personal. Muchos años atrás había conocido a un mendigo extraordinario que se colocaba entre la Puerta de Alcalá y la Cibeles, un hombre de unos 50 ó 60 años con lentes de miope, muy delgado, cubierto con harapos y abrigos, que a veces se ponía en pie y empezaba a increpar al tráfico con alaridos de profeta: "¡Az-nar! ¡Mira- lo que- has –hecho! ¡Az-nar!". Rompía las frases en palabras y las palabras en sílabas, desmenuzándolas. Una vez lo vi pidiendo un vaso de agua en un bar y el camarero me contó que el hombre había sido profesor de universidad pero que había renunciado al puesto después de perder la cabeza. Desde entonces me fijé en que sus discursos enloquecidos a menudo se desperdigaban en roncas peroratas sobre historia y economía.

Mucho tiempo después supe que en mi interior latía la esperanza de encontrarme con un vagabundo como aquel fabuloso loco neoyorquino con que Joseph Mitchell escribió el que tal vez sea el mejor reportaje del siglo XX: El secreto de Joe Gould. En 1942, en The New Yorker, Mitchell publicó El profesor Gaviota, retrato imperecedero de un vagabundo genial, un erudito borrachín que vive de dar sablazos y que está dedicado en cuerpo y alma a la tarea fanática de recoger las conversaciones de las prostitutas, camareros, empleados y bohemios del Village. Según él, la Historia Oral, en la que lleva varias décadas embarcado, ya es nueve veces más larga que la Biblia y abarca una especie de crónica general y secreta de Nueva York. El milagro es que aquel pajarraco espléndido del Village encontrara a un escritor de la talla de Mitchell, quien además de su trabajo de periodista era un ornitólogo aficionado que contaba que el acontecimiento más espectacular que había presenciado en su vida era a un pájaro carpintero arrancando la corteza del tronco de un gomero alto cerca de las ciénagas de Asphole.

En 1964, siete años después de la muerte de Gould, Mitchell publicó su último artículo, El secreto de Joe Gould. Cuando ambos salieron a la luz en un solo volumen, en 1996 —justo el año de la muerte de Mitchell— su descubrimiento fue una conmoción literaria que fue saludada con todos los honores por Doris Lessing, Julian Barnes, Martin Amis y Salman Rushdie, entre otros grandes escritores. Ciertamente es un libro tan hermoso, tan fabulosamente bien escrito que el lector se queda sin aliento y de inmediato se pregunta en qué estarán pensando los editores para no publicar cuanto antes otras crónicas suyas. Lessing dijo que era un libro tan original que no podía pensar en nada que se le pareciera. Ciertamente, es como si en cada página estuviéramos tocando el centro mismo de la literatura. Hay momentos en que es Mitchell, y no Gould, quien ha tomado sobre sus hombros la tarea de escuchar el vasto rumor de una urbe en sueños: "Siempre he pensado que quizás a través de Joe Gould esté intentando hablarnos el inconsciente de la ciudad —dice una mujer que había ayudado al pobre hombre—. Y que a través de él quizá intenten hablarnos los muertos vivientes de Nueva York. Esos que nunca han pertenecido a ningún lugar. Esos que se sientan en bares terriblemente oscuros. Pobres ancianos y ancianas que se encogen en bancos de parque, enfermos, amargados, locos: los que nunca han tenido nada, los marginados de siempre, los que nunca han sido invitados. Se sientan allí y sueñan con matar a todos los que pasan, incluso a los niños".

Hablando de matar y del inconsciente de la ciudad, mucho antes de leer este libro increíble, mucho antes de que se publicara, yo había salido del trabajo feliz por haber terminado mi primera novela y caminaba de noche para tomar el tren en la estación de Atocha. Esa novela, nunca publicada, terminaba con un vagabundo loco que decapitaba a una muchacha. Al pasar por Alfonso XI, de repente mi viejo profeta se levantó de entre su lecho de cartones y empezó a gritar con sus chillidos tartamudos: "¡Le corto la cabeza! ¡Le cor-to la ca-beza!". Me detuve, sobrecogido, mientras él volvía a hundirse en el silencio. Una vez le reprocharon a Mitchell que malgastara su talento escribiendo sobre gente ordinaria. Su respuesta fue: "La gente ordinaria es tan importante como usted, quienquiera que usted sea".

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