Punto de Fisión

La capa del arzobispo

En su último libro de poemas, Los trofeos efímeros, Román Piña había prometido que iba a incluir uno dedicado a mi licuadora. Ya que no por mis novelas, yo esperaba al menos pasar a la historia de la literatura por mis zumos, especialmente el que tomo todas las mañanas y al que invito a Román cada vez que se aloja en mi casa: una naranja, una zanahoria, media manzana y un puñado de fresas. Mi Moulinex es un cacharro blanco que me acompaña desde hace más de una década, una maravilla tecnológica que jamás se ha estropeado y cuyo bramido doméstico despereza mi alma de heavy metal. Nunca aprendí a tocar la guitarra, ni el bajo, ni mucho menos la batería, pero soy un maestro con la licuadora y a veces, si me siento inspirado, hasta improviso canciones entre naranja y naranja. Mi licuadora merecía acompañar en unos endecasílabos blancos al sextante de Frank Worsley, el bastón de House, las bragas de Liv Tyler, el puro de Groucho, el acordeón de Julieta Venegas, el abrigo de Woody Allen, el balancín de Tom Doniphon, la bufanda de Bolaño y todos esos objetos hermosos con los que Román ha abierto una ferretería del fetichismo.

Puedo perdonar a Román que al final no decidiera incluir mi licuadora en su panteón, pero lo que no voy a pasar por alto de ningún modo es que no haya dedicado un poema a la capa magna del arzobispo Cañizares. Comprendo que esos cinco metros de capa roja (se dice pronto) le podían haber usurpado medio escaparate de la ferretería y que al final el poemario se le hubiese expandido hacia una oda eclesiástica. Sin embargo, con su talento para la lírica, Román podía haber hecho con la capa del arzobispo algo parecido a lo que hizo Coppola con el atuendo rojo sangre de su Drácula, que cuando iba a desembarcar en Londres el otro extremo de la capa aún coleaba en Transilvania. O mejor incluso: podía haber compuesto el equivalente literario de aquella soberbia secuencia de Roma de Fellini, el interminable pase de modelos vaticanos en que, a la vista del Papa, desfilaban curas en technicolor, sacristanes equilibristas, un cardenal en patines y dos monjas tocadas con alas de cigüeña. Llega a salir el obispo Cañizares en la película y Fellini tiene que irse a rodar la secuencia al circuito de Indianapolis.

Muchos le reprochan a Cañizares la pompa y el boato de esa prenda sanguínea que parece un auto de fe, pero si al catolicismo le quitan la pompa y el boato ya me dirán qué le queda. En 1969 Pablo VI desaconsejó el uso de la capa, un error de bulto, ya que si hay algo que distingue a la iglesia católica de las demás iglesias es precisamente ese gusto por el barroco, los ornamentos, los retablos, las cúpulas, las capillas, las tiaras, los museos, la banca y demás parafernalia. El Papa Francisco pretende recuperar el sentido elemental de humildad y pobreza que Cristo predicó en las bienaventuranzas pero Cañizares sabe muy bien que su capa, aparte de esplendor, da trabajo a varios sastres, un ejército de costureras, tres o cuatro planchadoras y un par de monaguillos. Además, con ella encima, en Valencia ya no habrá manera de confundir a un cardenal con una fallera.

Más Noticias