Punto de Fisión

Ana y en botella

En sus memorias, Billy Wilder contaba que una vez subió a un avión y una hermosa azafata sueca le dijo que le recordaba a Schwarzenegger. "¿Por mi impresionante físico?" bromeó el octogenario director. "No. Por su horrible acento austriaco". Algo parecido le ha pasado a Ana Botella, la hacendosa azafata de congresos y exposiciones que el PP ha colocado a los mandos de Madrid entre alcalde y alcalde. Que Terminator le recuerda a Jose Mari por los abdominales.

La mujer, que empezó a lo grande, con un viaje a Portugal para relajarse en un Spa después de una hecatombe con cinco niñas muertas, quiere despedirse también por todo lo alto, con un concurso de culturismo entre viejas glorias de la política. Primero le pone una plaza a Margaret Thatcher y ahora nombra embajador turístico a Arnold. Este constante vasallaje a la cultura anglosajona empieza a ser alarmante: a este ritmo de dos absurdos por semana, lo mismo antes de acabar el mes inaugura un McDonald en el Museo del Prado. Ana Botella siente nostalgia de aquellos tiempos berlanguescos en que le prestábamos un aeropuerto en Torrejón a los americanos y unas décadas después a su Jose Mari lo nombraban profesor en Georgetown. Lo del culto a Inglaterra es más bien inédito, pero más vale que los madrileños espabilemos o cualquier día nos levantamos con una réplica a tamaño natural del Peñón en medio de la Castellana.

Recuerdo que hace cosa de siete años escribí algo sobre Ana Botella a propósito de la Operación Guateque y lo titulé "Un guateque sin Botella". A ella el titular no le hizo ninguna gracia, a pesar de que la eximía de cualquier responsabilidad en aquel asunto más bien turbio, y esa misma tarde recibí una llamada preliminar de ésas que empiezan por ponerte firme: "¿Es usted don David Torres? Quiere hablar con usted doña Ana Botella". Al instante me perforó el tímpano un sonsonete de cabreo y fastidio tan peculiar que no pude menos que sospechar que se trataba de una broma. Unos minutos después la broma persistía pero la imitación era tan perfecta que creí que no era ella sino su muñeco del guiñol, que se había independizado. No podía creerme que la flamante delegada de Medio Ambiente en Madrid no tuviera otra cosa mejor qué hacer que perder la tarde al teléfono riñendo a un columnista por un chiste malo.  "No lo volveré a hacer" quise decir, pero no dejaba ni una pausa donde encajar una palabra, ni siquiera de canto. Pensé que ni Aznar, ni Zapatero, ni Aguirre, ni Gallardón se habían molestado jamás en hablar conmigo y eso que les llovían columnas cada semana, a algunos desde hacía años. Sin embargo, ella no había tolerado el escozor de la primera ironía y ya estaba buscándome en la guía. Al final la diatriba quedó un poco descafeinada, porque no podía castigarme de cara a la pared, ni obligarme a una retractación que hubiese sido más ridícula que otra cosa. ¿Qué quería que dijera? ¿Que era un guateque con botella?

Si algo me quedó claro de aquella anécdota es que aquella mujer podía tener cero aguante y ninguna cintura, pero que no iba a dar su brazo a torcer, así le lloviesen encima peras, manzanas, tazas de café relajantes, bomberos chamuscados o cadáveres calientes. El homenaje a Thatcher es también una oda a la laca, a esos peinados ferruginosos de la premier británica donde no se meneaba ni un pelo. En cuanto a Shwarzenegger, lo ha debido traer de embajador turístico para apuntalar el madroño, que está por los suelos.

 

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