Punto de Fisión

Alemania desde Atenas

Salman Rushdie escribió que una visita al Taj Mahal pulveriza todas las postales y creencias previas; el viaje merece la pena "para recordarnos que el mundo es real, que el sonido es más verdadero que el eco, el original más convincente que su imagen en un espejo". Otro tanto sucede con la Acrópolis de Atenas: yo había visto el monumento cientos de veces –en libros, en documentales, en películas–, pero el fogonazo blanco del templo inmortal brotando de una atalaya visible casi desde cualquier parte de la ciudad era asombrosamente inédito, recién nacido en mis ojos, como el primer amanecer sobre la tierra. De hecho, al día siguiente, cuando subimos hasta lo alto tras dejar a un lado el teatro de Dionisos, nos giramos para contemplar un cielo inmenso, cuajado de montes, mares y perspectivas, con el sol oculto entre nubes de tormenta, quizá el crepúsculo más bello que haya contemplado nunca. Me quedé un buen rato admirando el apocalipsis de la luz derramándose sobre el Pireo, sus fuegos chisporreteando, de pie entre los muros derruidos de la entrada, como si contemplara las mismas puertas del mundo.

10719501_720676758019137_1952237117_nLo cierto es que como muchas otras joyas arquitectónicas, el Partenón estaba emborronado por unos andamios, unas obras de reconstrucción que se alargan ya más de tres décadas. "Hay mucha gente que ha nacido aquí y jamás lo ha visto sin sus muletas" dice Víctor Andresco, director del Instituto Cervantes de Atenas, quien me ha invitado a leer fragmentos de mi obra en un acto junto a otros escritores europeos. La primera noche, al poco del aterrizaje, nos lleva a dar un largo paseo por el barrio de Exárjia, el bastión anarquista que forma desde hace años el ágora de las protestas. Mientras saboreamos una cerveza en una terraza, Víctor nos cuenta que no es cierta la creencia de que la policía no se atreve a entrar aquí; para corroborarlo, de repente brota una nutrida fila de antidisturbios que monta una especie de falange tebana frente a la plaza perfumada por el humo de unos contenedores ardiendo. Después de una breve exhibición de fuerza, dan media vuelta y regresan a sus cuarteles. En el paseo de regreso al hotel, Víctor nos enseña la placa dedicada a la memoria de Alexandros Grigorópulos, el estudiante de 15 años que la policía tiroteó a sangre fría en una esquina del barrio. De los balcones cuelgan flores y banderas; en la pared hay dibujos, versos y pintadas. Una de ellas está en perfecto español: "Viva la anarquía". "El español es el idioma de las revueltas" nos dice Víctor, quien también nos explica que muchas veces los jóvenes atenienses escriben "revolusión" al estilo mexicano.

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El domingo visitamos la plaza Syntagma, en uno de cuyos árboles se pegó un balazo en la cabeza un jubilado de 77 años, Dimitris Christoulas, para protestar por el vergonzoso expolio del país. En la carta que se encontró en uno de sus bolsillos había escrito que se mataba porque no veía otra salida después de que el gobierno le hubiese quitado la pensión que él pagó escrupulosamente durante 35 años: "Creo que los jóvenes sin futuro cogerán algún día las armas y colgarán boca abajo a los traidores de este país en la plaza Syntagma, como los italianos hicieron con Mussolini en 1945". No le conté a Víctor que en mi último libro había un relato titulado Rey de Ítaca, donde un cocinero griego al que los bancos han dejado en la ruina se venga sacándole un ojo a un compatriota usurero con un cuchillo de cocina. El episodio repitía el pasaje del cíclope en la Odisea; una venganza que quizá hubiese satisfecho al viejo Christoulas.

En la lectura que di la mañana del sábado, terminé agradeciendo al público su asistencia y mostrando mi emoción incomparable por estar en el epicentro vivo de nuestra cultura. "Los griegos –dije– nos lo disteis todo. La lírica, la épica, las matemáticas, la ciencia, la música, la tragedia, la democracia. Me hace gracia que Alemania hable de la deuda griega, cuando la deuda de Europa con vosotros es impagable". Nanna Papanicolau, gestora cultural del Insituto Cervantes, me corrigió al señalar que, en efecto, había una deuda impagable pero era estrictamente monetaria: se trataba de los cientos de miles de muertos, los edificios destruidos, los campos arrasados, el pillaje y el robo provocados por la invasión nazi, una multimillonaria indemnización de guerra que Alemania se ha negado a pagar reiteradamente. En un artículo lúcido y devastador, el escritor Pedro Olalla (que tuvo la amabilidad de ejercer de traductor aquella mañana) no sólo subraya esta clamorosa injusticia histórica sino que también desmonta el mito de un "milagro alemán" cimentado exclusivamente en el impago de las indemnizaciones de guerra, en el auge de la industria bélica, en el trabajo gratuito de los prisioneros en los campos de concentración y en la mano de obra judía.

La mañana del domingo, Víctor, con quien ya me unía una hermandad hecha de libros, amigos, admiraciones y antipatías comunes, nos llevó hasta el Pireo para comer pescado y fumarnos luego un puro frente al anfiteatro de un mar color de vino. Era un Partagás D4, un habano homérico en cuya ceniza se resumía también la gloria del pasado. Desde allí apenas se divisaba la Acrópolis, los huesos blancos del mundo, el lugar donde empezó todo y donde la democracia, el gobierno del pueblo y para el pueblo, se fue forjando con sangre negra de esclavos.

(Fotografías de Beatriz Faura)

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