Punto de Fisión

Periodismo de ficción

Hace tiempo que, en su carrera enloquecida por batir la marca de la actualidad, el periodismo rebasó la raya del pasado e incluso la del presente y ahora se dedica básicamente a rellenar quinielas. Ya no es posible el desparpajo de aquel crítico musical que publicó la crónica de un concierto cuando en realidad el concierto lo suspendieron porque la sala donde iba a tener lugar había sido devorada por un incendio. Al abroncarle por una errata que ocupaba varios párrafos, el crítico se defendió diciendo que el concierto no hubiera sido muy distinto de cómo el lo contaba.Hoy en día la crónica de anticipación está a la orden del día y, desde que la COPE anunció el fallecimiento de la enfermera Teresa Romero en futuro imperfecto, diversos medios se dedicaron a la difusión y análisis de la noticia con un fervor que podríamos llamar religioso.

Al día siguiente, con esa manía que tienen los periódicos de permanecer fieles al matasellos de la imprenta, la muerte de Teresa amaneció firmada en algunos artículos de opinión cuando la opinión sobre hechos futuros suele ser coto exclusivo del horóscopo o de los boletines de metereología. Pero ya no, eso es periodismo antiguo. Algunos escribanos insistían en la importancia de practicarle una autopsia a una mujer que feliz y milagrosamente seguía viva, por si el análisis de sus restos mortales permitiera sacar algunas conclusiones. Otros desaconsejaban la autopsia y optaban por anunciar la incineración; fue una suerte que no pasaran de las noticias a los hechos.

Se conoce que algún redactor, ansioso por llegar el primero a la meta, se resistió a leer por enésima vez en el parte médico "muy grave" y piadosamente decidió rematar a la mujer para que dejara de sufrir y abriera vía a otros acontecimientos menos luctuosos. Total, el óbito era cuestión de horas y el periodista de raza nunca puede esperar: las planchas de la primera edición ya estaban calentitas. Era esa tardía hora de la madrugada en que algunos bares cierran, otros abren y unos pocos permanecen indecisos entre el último coñac y la primera tanda de porras.

El disparate eclipsó incluso aquel glorioso gazapo del fallecimiento de George Bernard Shaw, cuando un reportero se presentó en la casa del dramaturgo para captar el ambiente de duelo de la familia y le abrió la puerta el propio cadáver. Como lo encontró bastante bien de salud, el reportero se atrevió a mostrarle el diario con la noticia de su muerte en portada. "¿Qué opina de esto, señor Shaw?". "Me parece una noticia prematura y exagerada", respondió Shaw, que seguía esperando el ataúd. En la cuarta mañana del ébola, algunos de los ansiosos obituarios publicados parecían apuestas desastrosas en una carrera de caballos mientras otros semejaban desviaciones de un universo paralelo. Al leerlas daba la impresión de que no importaba gran cosa que Teresa siguiera viva y luchando contra una enfermedad mortal: lo esencial era, que en su carrera de motos contra la competencia, el periodista le había echado de pasada un pulso a la realidad y la había hecho mierda.

Al fin y al cabo, era más o menos el mismo periodismo de ficción que sigue sosteniendo versiones alternativas sobre los atentados de Atocha, los sobres de Bárcenas o la tragedia del Madrid Arena. En un libro admirable por muchas razones, Limbo, Agustín Fernández Mallo imagina una imitación china del Festival de Benicàssim que se celebra cada año en Shangai y donde músicos chinos vestidos igual que sus homólogos occidentales tocan réplicas perfectas de los grupos originales. "Hace una década el Benicássim chino se celebraba con posterioridad al español; desde hace dos años se celebran simultáneamente", dice un pasaje de la novela. Cuando leí esa frase recordé ese extraño fenómeno que ocurría con las vetustas cintas de radiocassette y que no sé si tenía que ver con algún tipo de impregnación magnética o con el polvillo depositado en los cabezales; en ocasiones, si se ponía el volumen lo bastante alto, se escuchaba un eco del sonido que iba a sonar unos instantes antes de que sonara. A los precognitivos cronistas y los profetas del columnismo que recomendaban autopsia o incineración, la muerte de Teresa también les sonaba de algo. Esta novedosa técnica literaria se conoce como "escribir de oído".

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