Punto de Fisión

Zellweger está feliz

En el cine abundan los actores que se pasan de la raya con el asunto de las metamorfosis. Antes de convertirse en murciélago, cuando le dio por emular a una anchoa, Christian Bale llegó a tal punto de desnutrición que la aseguradora de El maquinista amenazó con retirarse del proyecto. Bale comía únicamente una lata de atún diaria y, cuando su encodrino se distraía, le daba la mitad al gato. En el otro extremo de la báscula, Robert De Niro se puso hecho un colchón para el tramo final de Toro salvaje, donde tuvo que engrosar casi treinta kilos para incorporar a Jake LaMotta fuera del cuadrilátero, en aquellos años en que al púgil le dio por dedicarse a dar risa en lugar de a dar hostias. LaMotta siempre había tenido problemas con el peso, pero De Niro ya llegó directamente a pelearse con la ley de la gravedad y al final tuvieron que disuadirle para que no hiciera a la vez de LaMotta, su hermano, su mujer y el resto del elenco. Aun así, más tremendas incluso son las transformaciones de Vincent D’Onofrio, un actor que se pesa en ascensor y que en cuestión de kilos lo mismo le da ser Orson Welles que el Recluta Patoso.

A Renée Zellweger tampoco le ha importado mucho meterse en camisa de once varas, como se vio en las diversas entregas de Bridget Jones, pero su despreocupación por su aspecto físico ha llegado a tal punto que el otro día se presentó en una gala con la cara de Antonia San Juan. Ella dice que lo que le ha pasado por encima es la felicidad, algo que, como advierte el refrán, el dinero no lo da aunque sí lo pide. Hemos visto que la felicidad engorda, que la felicidad hincha, que la felicidad rejuvenece, pero no que amase y cueza a una mujer como si fuese una pizza.

Puede que Zellweger entrara a un quirófano pero salió de una panadería. Durante la cirugía algo salió demasiado bien o demasiado mal; de hecho, no está claro si pretendía cambiarse el rostro o la identidad y lo peor es que a estas alturas ella tampoco lo sabe aún. Mi amigo Javier Gella, que hace unos maravillosos retratos a lápiz, tiene una fabulosa colección de estrellas de cine —Morgan Freeman, Lauren Bacall, Ian McKellen, Clark Gable— y ahora se ha encontrado con que Zellweger puede demandarlo por dibujarla en pretérito perfecto. "El problema es suyo, señora", replica Gella, "que no se parece nada a sí misma".

Si el arte de la actuación consiste, en última instancia, en dimitir de uno mismo y vivir otras vidas, Zellweger parece dispuesta a empezar otra vez su carrera cinematográfica de cero, porque lo único que le han dejado intacto es el apellido. O eso, o la verdadera Zellweger está ahora mismo atada y amordazada en algún camerino mientras esta rubia neumática firma fotos, cobra cheques y posa para los fotógrafos en su nombre. A lo mejor esto no es más que el comienzo de una novedosa campaña publicitaria de una película en la que al final el protagonista será Mickey Rourke. Gracias a esta curiosa mezcla entre el bótox y el horno de leña, Zellweger ha logrado un prodigio de interpretación al batir la marca imposible de Edward Norton en American History X: logró atraer a todos los fotógrafos en la pasarela de la revista Elle sin ser nadie. Nada más que una sueca del montón. Pero también ha hecho realidad aquel piropo impersonal de Groucho Marx: "Todo me recuerda a usted excepto usted".

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