Punto de Fisión

Entre Mortadelos y Sacarinos

En las encuestas que a veces nos hacen los escritores preguntando cuáles fueron los libros que nos marcaron en la infancia y con qué personajes descubrimos la literatura, suele haber mucha respuesta de camelo, mucho libro impostado, mucho genio precoz que a los siete años ya estaba leyendo el Quijote y subrayando con plastidecor a Dostoyevski. Por mi parte debo confesar que antes de London y de Poe, y antes incluso de Salgari y de Verne, me recuerdo con las manos llenas de Mortadelo y Filemón, aquellos dos lerdos agentes secretos que eran dos catástrofes con patas. Nos reíamos entonces, en pantalones cortos, sin saber que en esas viñetas desaforadas estaba dibujado nuestro destino, el pasado y el futuro de España: el CNI que por aquel entonces se llamaba la TIA, los ministros rimbombantes y estúpidos, que son los de siempre, los jefes descerebrados y los subordinados lameculos.

A Ibáñez le han hecho un homenaje en el Círculo de Bellas Artes en lugar de llevarlo detenido con una bola atada al tobillo. Será cosa de brujería, pero el país cada vez se parece más a sus historietas, desde la hecatombe del Prestige, que parece obra de Pepe Gotera y Otilio, hasta los árboles suicidas de Madrid, que caen uno tras otro como si los hubiera rociado el profesor Bacterio con uno de sus aerosoles atroces. Cuando nos enteramos de que Pujol tenía escondido el dinero en un banco de Andorra, lo descubrimos perfilado con el trazo milagroso de Ibáñez, encuadernando billetes a toda máquina dentro de un colchón a rayas. Cuando Botella dio su discurso en inglés macarrónico por televisión, nos parecía estar viendo el bocadillo de los palabros y signos imposibles flotando sobre una melena de escarola. Cuando esa gran estafa denominada crisis arrambló con el país nos encontramos todos viviendo en 13 Rue del Percebe.

Ibáñez era un estajanovista de los tebeos que se desangraba sobre la página bajo el yugo de Bruguera, aquella turbia editorial de negreros. Nos contaron la historia en una película maravillosa, El gran Vázquez, que homenajeaba a los heroicos dibujantes de la época bajo la égida de aquel maestro del plumín y del sablazo que Ibáñez honró en la figura del moroso implacable escondido en una azotea. Vázquez, lo mismo que le ocurrió luego a Ibáñez, no tenía ningún derecho sobre el material que le compraban por cuatro duros y asistió a la humillación de que otros artistas, obligados por la editorial, usaran los personajes y los gags que él había creado. Su involuntaria venganza fue que esos episodios Nacionales de la chapuza, el choriceo y la desvergüenza saltaran un día de la página a la realidad: Zaplana, González, Rosa Díez, Bárcenas y Cañete poseen el trazo inconfundible de Manuel Vázquez; Rubalcaba, Zapatero, Aznar, Aguirre, Gallardón son más del estilo de Ibáñez. Mención aparte merece Montoro, que resulta un calco del Dire —aquel jefe córvido y cenizo del Botones Sacarino— hasta en las gafas. Cualquier día Montoro echa cuentas y le reclama derechos de autor por plagio.

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