Punto de Fisión

Letizia y el hambre

La reina de España se ha estrenado como oradora en la II Conferencia Internacional de la FAO en Roma. Tal vez la frase más aguda que dijo fue no sólo una verdad de barquero sino también una respuesta involuntaria a quienes rumorean que padece anorexia: "Es inaceptable que más de 850 millones de personas en el mundo padezcan hambre crónica y más de 1.400, sobrepeso y obesidad". Muy cierto.

Hablar del hambre en el mundo siempre es una obscenidad, sea quien sea el orador, pero imaginen el efecto tres estrellas Michelín si en vez de Letizia la conferencia la hubiese dado Cañete. Chistes aparte, el que se sube a una palestra para remover las conciencias, forzosamente tiene que olvidar que, sólo con lo que lleva puesto encima, una familia en Sudán podría comer una semana, y que a cada tres o cuatro palabras un niño se apaga con las tripas vacías. Pero descreo de quienes dicen que el discurso de una reina sobre el hambre o una excursión de Angelina Jolie a una aldea africana no sirve de nada. Puede que alguien, tal vez un millonario, una secretaria, un taxista, sienta un aguijonazo en la conciencia y afloje la cartera. Hay lugares donde un euro, incluso veinte céntimos, marcan la diferencia entre la vida y la muerte.

Yo mismo no sabía de qué escribir y, gracias a Letizia, me he acordado del hambre, ese misterio más lejano que Saturno, ese agujero negro sobre el que damos vueltas y vueltas para al final no hacer nada. Ahora mismo, mientras escribo esto, me encuentro a cuatro mil kilómetros de distancia de una hambruna africana y a sólo dos generaciones de la miseria. Usted, que me lee, quizá esté a dos manzanas de distancia de uno de esos comedores sociales donde un empleado recién despedido hace cola para recoger una bolsa de comida prestada. "Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos" decía Blanche Dubois, una frase que todavía es el lema de los mendigos. La moneda que doy cada mañana a mi amigo Andy Cole, que me guarda el perro a la entrada de una tienda en la calle Toledo; las limosnas que voy repartiendo a las manos anónimas del metro y dejando en esquinas desoladas; los cincuenta euros al mes que ofrezco a Mirada al Sur, una ONG para niños con daños cerebrales en Bolivia, son el pasaporte de mi mala conciencia, la tirita que le pongo a mi dolor cuando recuerdo a los pobres y hambrientos de la tierra.

Pienso entonces en mi amigo Pablo Yuste, director del centro logístico del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, un héroe cuya tarea consiste en tomar aire y sumergirse en el corazón de las tinieblas, buscando agua y comida para los desesperados, y me siento como el bardo inútil de la aldea gala, aquel al que amordazaban para que no jodiera la fiesta en la última viñeta de los tebeos de Astérix. Y sin embargo, ante el horror implacable de esa cifra (850 millones de personas), incluso alguien como Pablo debe sentirse esencialmente impotente, y más aun, inútil, igual que Oskar Schindler en esa escena perfectamente superflua de la película, cuando se echa a llorar delante del Mercedes al darse cuenta de que con ese cochazo podía haber salvado la vida de tres familias más, que con la puta insignia nazi que lleva prendida a la solapa del abrigo podía haber comprado la vida de otro judío.

Alguien tendría que haberle explicado a Schindler que sin la insignia y sin el Mercedes difícilmente habría podido sacar del infierno a sus judíos. El problema es que el infierno es interminable, inextinguible e íntimo, que está hecho de insignias y de Mercedes, que necesitamos su fuego para que este mundo, nuestra mierda de mundo, siga su marcha.

 

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