Punto de Fisión

El tropezón de Madonna

Nada más ver el tropezón de Madonna por las escaleras me pareció ver algo raro, un movimiento extrañamente unánime en los bailarines que la acompañaban y que, de repente, se echaban hacia atrás, secundándola en la caída. Le pregunté a mi cuñada Miriam, bailarina y coreógrafa, a quien le pareció un resbalón sincero. Es difícil saber si el batacazo fue intencionado o no, pero si a alguien se le pudo haber ocurrido una estratagema semejante es a la reina del pop, una mujer capaz de cualquier cosa con tal de patrocinarse y que además tiene en el horno nuevo disco. Hace sólo unas semanas que Uma Thurman promocionó una teleserie mediante el sencillo truco de maquillarse como un monstruo de feria. Durante tres o cuatro días, los noticieros y las redes sociales ardieron con una supuesta operación de cirugía estética que la había dejado convertida en un adefesio hasta que, en el momento oportuno, reapareció con su rostro intacto. Con tal de que se hable de ella, Madonna es capaz incluso de aprender a cantar.

La historia de ese posible falso batacazo me ha recordado de inmediato una de las tramas de Sacrificio, la última novela de Román Piña, un artilugio narrativo de apenas cien páginas y de una tensión y lucidez implacables. En un hábil despliegue de inteligencia, el argumento cuenta las aventuras de un detective mallorquín, Pablo Noguera, que tiene que investigar la desparición de una figura mundial de la autoayuda, Horacio Topp, un personaje portentoso que tarda más de media novela en presentarse y del cual no puedo adelantar nada, excepto la sorpresa y el terror de los lectores cuando se lo tropiecen. Fui uno de los primeros afortunados que leyeron el manuscrito antes de la publicación, en apenas una hora de puro y delicioso escalofrío, y cuando lo concluí, boquiabierto, pensé muy seriamente en matar a Román, que dormía tranquilamente en el sofá de mi casa, y deshacerme del cadáver troceándolo en la bañera y dándoselo en trocitos a mi perra. Ese fue el primer impulso, un arrebato de pura envidia artística. Luego comprendí que no podía hacerlo, que Román era un viejo y muy querido amigo, y que además posiblemente había dado a leer la obra a alguien más. Además tenía que pensar en mi perra.

Buñuel explicó una vez a un periodista aterrorizado que hacía un rato, mientras estaba charlando con él, había sentido deseos de coger un cuchillo, subir al cuarto donde dormía su mujer y degollarla. Pero no era más que una fantasía, explicó Buñuel, un sueño por completo inofensivo: he ahí el poder grandioso de la imaginación. Aunque sólo fue una broma privada, comprendí que acababa de mantener un breve y lúcido diálogo con el diablo, una variación del arcaico pacto faústico. Hace ya muchos años, en medio de un sarao, varios escritores discutíamos sobre la lamentable factura literaria del best-seller de turno. Un editor malvado se acercó por allí y se puso a hacer de Mefistófeles; nos preguntó qué cosas no estaríamos dispuestos a hacer por conseguir un éxito parecido. Le respondí que no se equivocara, que quizá él estaría dispuesto a vender a sus hijos como esclavos con tal de facturar un millón de libros, pero que lo que él llamaba éxito no tenía nada que ver con la excelencia literaria. De ahí que, al final, comerciar con el alma siempre sea un pésimo negocio, porque, por muchos discos que venda y muchos tropezones que se pegue, la voz de Madonna seguirá sonando a gallinácea. Ni aunque viviera mil años o el mundo entero se volviera sordo de repente, jamás iba a cantar con una chispa de la luz de Lorraine Hunt Lieberson o una gota de la ebria tristeza de Billie Holiday.

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