Punto de Fisión

Pedro Reyes, el infinito estrecho

"El cielo es infinito, pero muy estrecho" decía una vez Pedro Reyes en un soliloquio delirante en el que contaba que, tras su propia defunción, se iba al cielo y se encontraba a Dios tejiendo un pullover y a un tío suyo que se había muerto de asco. La frase, como tantas de las suyas, era una genialidad, un descubrimiento, una iluminación, electricidad hecha risa, pura matemática del absurdo donde dos y dos sumaban lo que a él le diera la gana. Por ejemplo, una vaca. Con Pedro Reyes descubrimos que el surrealismo no era únicamente una cosa rara que se estudiaba en los libros y que daba trabajo a pintores, escritores y cineastas, sino una cierta forma de mirar el mundo que a la postre resultaba mucho más saludable, divertida y exacta que los tristes ojos de rumiante con que lo miramos todos los días. Oír una cualquiera de esas historias disparatadas que parecían ocurrírsele según abría la boca (y que en realidad estaban medidas al milímetro) era un paréntesis de felicidad, un orgasmo de inteligencia, sexo sin condón pero con los pantalones puestos.

Fue uno de los pocos cómicos capaces de enfrentarse cara a cara al público, a calva descubierta, a bigote limpio, sin un compañero, sin un acordeón, sin un traje de payaso, sin un repertorio de chistes. En El rey de la comedia, la ácida película de Scorsese sobre el arte de hacer reír, Robert DeNiro tenía un largo monólogo inicial en el que tenía que luchar contra el público hostil y malhumorado de una sala de fiestas, y años después confesó que era la escena más dura que jamás había hecho. Un cómico en solitario es un kamikaze del espectáculo, un francotirador de carcajadas, un saxofonista sin saxo; no puede escudarse detrás de un instrumento, ni de un guión de comedia, ni de un muñeco de madera: él es a la vez marioneta y ventrilocuo, piano y pianista, escenógrafo y escenario. Por eso muchas veces parecía que se volviera loco, se desmadraba, se ponía unas chaquetas disléxicas, se mordía la lengua para amagar un puñetazo y empezaba a dar alaridos demenciales. La suya era una locura controlada, amable, inofensiva, aunque al terminar el número muchos entre el público saliéramos apretándonos el bajo vientre de la risa, dolorido como si nos acabaran de dar una paliza.

Tenía pinta de científico chalado, de poeta romántico, la calva desmelenada, el bigote filósofo, una gárgola de acento andaluz que practicaba un humor gótico, una poesía desaforada y violenta en la que se mezclaban el cine mudo, el teatro pánico, el circo, la greguería, el kung-fu de pasillo, la voltereta mental y el exorcismo. Todavía recuerdo la última vez que lo vi sobre un escenario, en una edición de La Risa del Bilbao, la tormenta de carcajadas con que arrasó la sala, y luego, al acabar, la tranquilidad con que salió a tomarse unas copas con nosotros, como si junto con el traje se hubiera despojado de la piel del loco que le había poseído durante casi hora y media.

Una vez se enamoró de una vaca en una conferencia esotérica por culpa de una mirada que le golpeó en plena nuca: "la energía ni se crea ni se destruye, pero siempre me da a mí". Este número de zoofilia radical acababa con el enamorado intentando ligar a saltos con una mosca. Anoche se nos marchó a traición, con esa brusquedad suya que era también timidez, educación, ganas de no molestar, se fue del brazo de la nada, rumbo a un cielo infinito pero seguramente demasiado estrecho.

 

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