Punto de Fisión

Breakdance y porno yihadista

A mucha gente le parece raro que Seifeddine Rezgui, el terrorista que liquidó a 39 turistas en un hotel de Túnez, bailara breakdance. Sin embargo, no les parece raro que llevara un kalashnikov. En el siglo XXI conviven juntos el XII, el XI y el VII, del mismo modo que en el cerebro humano cohabitan el simio y el cocodrilo. Una de las estrategias principales del yihadismo es la utilización de algunos de los grandes logros de la civilización occidental para volverlos contra ella; por eso, en el atentado contra el World Trade Center secuestraron dos aviones de pasajeros y los empotraron contra las Torres Gemelas como si fuese una mala película.

Rezgui atentó contra el turismo, una maniobra criminal situada varios pueblos más allá de esos musulmanes que se molestan porque las señoras vayan en bikini en pleno mes de Ramadán. El terrorismo islámico trata de que el mundo gire vuelta atrás, de camino a la Edad Media, y para conseguir ese flashback radical echan mano de cualquier herramienta. Rezgui se familiarizó a fondo con la vida nocturna y tuvo que entrenar lo suyo en pistas de baile para sincronizar los movimientos de baile. Tal vez lo hizo antes de caerse del caballo o tal vez buscaba un camuflaje. El caso es que, dada su pericia, en cualquier momento pudo sucumbir a la tentación de triunfar como bailón de discoteca, pero prefirió seguir su destino de matarife.

No menos curiosa que su afición a la danza resulta su gusto por las cámaras de video, todo un clásico de los terroristas suicidas, quienes suelen despedirse de la familia y la afición con una grabación póstuma. Bin Laden, el ideólogo principal del movimiento, guardaba en su búnker de Pakistán una colección de video porno que la CIA no ha querido hacer pública, no vaya a ser que diese mal ejemplo. Es una solución similar a la de Pierce Brosnan cuando decidió que James Bond iba a dejar de fumar, para que el público en general y los niños en particular se centrasen exclusivamente en el asesinato, la chulería y el machismo. La guinda del pastel sería que Bin Laden ocultase también en su búnker una cava de habanos con centenares de cilindros de Partagás, Montecristo y Romeo y Julieta, como si fuese un arsenal atómico.

Si hay algo que cualquier jerarquía religiosa teme más que nada es al poder del sexo. Muchos de los gurús hindúes de los sesenta aparcaron la castidad en cuanto aterrizaron en California y contemplaron la gloria de un cuerpo femenino en todo su esplendor. Resulta paradójico imaginarse a Bin Laden viviendo como un anacoreta, en un gallinero apartado del mundo, mientras se hinchaba a ver porno en sus ratos libres. El porno humaniza al monstruo, del mismo modo que esas películas caseras de Hitler donde, en lugar de ladrar en alemán, se lo ve acariciando a un cervatillo y jugando con su perro. A lo mejor Bin Laden, que se refería a Estados Unidos como el Gran Satán, estaba realizando un estudio de campo de lo bajo que había caído el enemigo, examinando todas aquellas mujeres despampanantes en pelotas con la mentalidad de un científico dispuesto a extirpar un tumor maligno. O a lo mejor no, a lo mejor en el porno, donde los hombres se reducen al rol de fontaneros y donde una mujer enseña todo excepto el alma, Bin Laden alcanzó a divisar un trailer del paraíso islámico con esas huríes de carnes tan blancas que, según el Profeta, se transparenta hasta la médula de los huesos.

 

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