Punto de Fisión

Plutón pasa por Grecia

A Grecia le ha quitado el protagonismo Plutón, lo cual no deja de ser una curiosa metáfora. No Irán, ni Siria, ni Israel, sino Plutón, el culo del universo conocido. El nombre latino proviene directamente de una raíz griega que se refiere al dios de los infiernos, una versión del inframundo financiero al que han sido condenados los helenos. Un día de agosto de 2006 unos astrónomos que no tenían nada mejor que hacer se reunieron en Praga y decidieron quitarle a Plutón la categoría de planeta. Lo llamaron "plutoide" o "plutino", lo cual era una manera fina de considerarlo poco más que una molestia en los telescopios. Fue una liposucción semántica similar a la que los usureros de la Troika han impuesto a Grecia, que en breve dejará de ser técnicamente un país soberano para convertirse en un burdel de Bruselas.

Igual que Merkel, Schäuble, Lagarde y demás aristocracia del tocomocho, los científicos que rebajaron a Plutón a la etiqueta de zurullo cósmico no se lo pensaron dos veces. No preguntaron al interesado, no le consultaron, no le enviaron siquiera un telegrama para avisarle del cambio, aunque al menos les excusaba la distancia. Que se joda. En Plutón nadie montó un referéndum sobre su nueva nomenclatura, tampoco han protestado ni organizado huelgas como en Atenas. Allí todo está bien tranquilo, como corresponde a una morgue interestelar, un cementerio mitológico, que es el destino que le espera a Grecia después de las reformas.

Nueve años y pico ha tardado la sonda New Horizons en alcanzar los arrabales del sistema solar, llevando en su interior a modo de disculpa, las cenizas de su descubridor, Clyde William Tombaugh, quien avizoró Plutón al fondo de sus pupilas un prodigioso día de febrero de 1930. A Tombaugh no le hubiera gustado ni un pelo ver que abusaban de su remoto ahijado únicamente por cuestión de tamaño. Denominar a Plutón "enano" por su envergadura es un graso error, como dicen los peluqueros, teniendo en cuenta que la Tierra al lado de Saturno o de Júpiter es apenas un moco seco. Igual que Grecia se compone de islas, el último vestigio del sistema solar también tiene varias lunas y satélites orbitando a su alrededor, a las que los astrónomos han puesto los poco alentadores nombres de Caronte, Hidra, Nix, Estigia y Cerbero. No apetece mucho hacer una visita.

Lo que da escalofríos es pensar que el ser humano tire una piedra en el Neolítico y, milenios después, la piedra llegue a lo más lejano de su hogar celestial, a 4.800 millones de kilómetros. Más escalofríos aún que la piedra además saque una cámara y envíe fotos y datos del misterio como si se estuviera haciendo un selfie en Finisterre. Pero lo que resulta absolutamente pavoroso es comprender que ese mismo ser humano tan ingenioso no sea capaz de ponerse de acuerdo a la hora de parar una guerra, cobrar una deuda o perdonarse a sí mismo. Cuando Kubrick realizó la mayor elipsis de la historia del cine empalmando un hueso asesino con una nave espacial sabía muy bien que la carrera espacial era una fuga, que un mono no había hecho más que ponerse en pie y, de puntillas, tocar la luna. El prodigio es partir un cráneo a pedazos y el resto, literatura. En las negociaciones de Bruselas, a pesar de los micrófonos, el aire acondicionado, los abrazos y los traductores, no hay más que una babélica masacre de antropoides luchando por privatizar un charco.

 

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