Punto de Fisión

Unamuno nuevamente desterrado

Casi lo primero que hizo el flamante ministro de Cultura, Iñigo Méndez de Vigo, fue descolgar el retrato de Unamuno pintado por Solana que presidía su despacho y que había acompañado a otros cinco ministros en el desempeño de su labor. Todo un aviso para caminantes. Se ignora si fue porque le disgusta la pintura tétrica de Solana o si le horroriza el pensamiento dubitativo de Unamuno. Tampoco se sabe si va a sustituirlo con un poster de Samantha Fox o una estampa de San José María Escrivá de Balaguer. Por el currículum del ministro, lo segundo parece más probable.

Más que currículum, que lo tiene y bien amplio, Iñigo Méndez de Vigo, barón de Claret, posee una ristra de apellidos, conexiones familiares, propiedades y títulos nobiliarios acorde con su abolengo y estipendios. Entre la estirpe de su mujer, María Pérez de Herrasti y Urquijo (prima del ministro de Defensa Pedro Morenés) y la suya hay tanto barón, tanto marqués, tanta preposición y tantas conjunciones que se esperaba que fuese a jurar el cargo montado a caballo, con gola, capa y espada. Que entrase al despacho y se quedase mirando el óleo de Unamuno antes de espetarle: "Hola. Me llamo Iñigo Méndez de Vigo. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir".

Matar, lo que se dice matar, el pobre Unamuno nunca mató a nadie. Si acaso, hirió de muerte para siempre esa certidumbre tan española de la que está hecha nuestra cultura. Por algo somos un pueblo que forjó un imperio trasatlántico, que amamantó pintores y poetas, que dio al mundo a Don Juan y a Don Quijote, y en el intermedio, ni un solo pensador de renombre. Ni medio. Aquí la iglesia católica pensaba por todos, como Dios manda, y en cuanto algún imprudente se desviaba hacia los páramos de la herejía, ya se encargaban ellos de calentarle los pies. Entonces llegó Unamuno y empezó a preguntarse cosas, si había más allá o más acá, si vivir era morirse sorbo a sorbo, si un cura podía honestamente no creer en Dios, pero fingir que creía para no desalentar a la parroquia. En fin, cosas que no pueden tolerar ni un general golpista ni un ministro del Opus. Primo de Rivera lo desterró a Fuerteventura en 1924, lo cual no es mal lugar para un destierro, salvo que Unamuno no era mucho de natación ni de aloe vera ni de tomar el sol a la bartola. Su segundo gran incidente político fue a las puertas de la muerte, la del país y la suya propia, en la Universidad de Salamanca, cuando cabreó a un legionario homicida y paleto con una de sus paradojas verbales: "Venceréis pero no convenceréis". "¡Viva la muerte!", vociferó Millán Astray, que previamente ya se había ido muriendo a cachos en una audaz y muy unamuniana prosopeya.

Unamuno era mucho de dudar, y no supo de qué lado estaba la razón hasta que oyó a las bestias del franquismo ladrando en el claustro de la universidad. El nuevo ministro, en cambio, no ha dudado ni un segundo en retirar la efigie de uno de nuestros escritores más universales y enviarlo a otro exilio de polvo. No esperábamos menos del sucesor de Wert al frente del ministerio de Barbarie. "He aprendido hoy algo del ministro Wert" dijo Méndez de Vigo el día en que juraba el cargo. "Y es apagar el fuego antes del incendio". Bush lo dijo con otras palabras: para evitar que se quemen, nada mejor que talar árboles.

 

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