Punto de Fisión

La periodista cuántica

Petra Laszlo ha demostrado una vez más aquel famoso principio de la física cuántica que dice que el observador influye en lo observado. Algunos científicos, como el doctor Martin Rees, hablan de que el universo existe únicamente porque somos conscientes de su existencia, y otros, como el matemático Pascual Jordan, van más allá y afirman que, a escala cuántica, la observación no sólo influye en el objeto sino que lo crea. Sin tanta sutileza teórica, la fotógrafa húngara ha puesto el principio en práctica a patadas.

No es el primer fotógrafo que cruza esa línea crítica de la profesión, donde muchas veces hay que elegir entre ser nada más que un ojo que parpadea para captar una imagen única o regresar a la humanidad a través del nervio óptico. Kevin Carter logró el premio Pulitzer con una foto mítica en la que se veía a un niño sudanés, Kong Nyong, llorando desconsolado mientras un buitre lo acechaba a unos pocos metros. La foto no sólo alertó a la comunidad internacional de la hambruna insostenible que asolaba Sudán en 1993 sino que colocaba al público que la miraba en una situación sumamente incómoda: la del objetivo que observa indiferente e impasible mientras la muerte se acerca. Aunque varios colegas defendieron su trabajo, asegurando que el niño no corrió peligro en ningún momento y que él sólo buscó el mejor encuadre para no asustar al animal, Carter apenas pudo soportar el aluvión de críticas que le cayeron encima, cambió el oficio de reportero por la fotografía de naturaleza y se acabó suicidando un año después. Dejó una nota en la que hablaba, entre otras cosas, del tormento "por los recuerdos vividos de los asesinatos y los cadáveres, la ira y el dolor, el morir de hambre o los niños heridos".

Mucho más terrible fue el caso de Omayra Sánchez, la niña colombiana que quedó presa en una trampa mortal de fango tras la erupción de un volcán y cuya agonía de varias horas fue retransmitida incesamente a través de las cámaras de televisión. No había forma de sacarla viva de allí y la crónica en directo de su muerte provocó un debate en el que se cuestionaba la utilidad y el sentido de mostrar unas escenas tan espantosas cuando para la pequeña no había la menor esperanza. Pero la respuesta que dio uno de los reporteros cuando le preguntaron qué sentía mientras grababa los últimos momentos de la pequeña ilumina uno de esos horrendos abismos del periodismo y, por extensión, de la especie humana. Dijo que él olvidaba su humanidad cuando se ponía tras una cámara, que no podía sentir nada porque entonces no podría hacer su trabajo, que no era más que una lente dedicada en exclusiva a la tarea de enfocar, iluminar y mostrar.

Esas consideraciones quedan muy lejos de las zancadillas brutales de Petra Laszlo, quien no quería únicamente una imagen emotiva de un anciano y una niña caídos por el suelo, del mismo modo que el fotógrafo que, en medio de una manifestación, arroja la primera piedra para conseguir la primicia de una carga policial. Lo que Laszlo buscaba, como obediente profesional del periodismo de extrema-derecha, era una reacción, un emigrante que se levantase después del traspié y marchase a por ella dispuesto a romperle la cara. Estaba haciendo su trabajo, es decir, no informar sino deformar la realidad, mostrando a los refugiados como seres conflictivos y violentos capaces de agredir a una pobre periodista. No ocurrió así y, gracias a unos buenos profesionales, se encontró con que el observador no sólo estaba influyendo en la observación sino que ya formaba parte de ella. Laszlo fue lo bastante estúpida y lo bastante imprudente como para olvidar que en ese instante ella y su colosal metedura de pata formaban el mismo centro de la noticia.

 

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