Punto de Fisión

Lolita en la tercera edad

Esta semana Lolita cumple sesenta años. Quién iba a decirlo. La nínfula inolvidable y juguetona de Nabokov ya es sexagenaria, un adjetivo que el novelista ruso, concienzudo amante de palabras, hubiera paladeado con fervor, ya que alberga en su interior vejez, sexo, flores equívocas. Desde su aparición, y por motivos obvios, Lolita no ha dejado de despertar polémica, admiración, recelos y odios. Aquel lejano 1955 Graham Greene la eligió uno de sus libros del año y poco después Onetti, uno de sus admiradores confesos, descubrió que la novela ocultaba una estafa tremenda: "Lolita, que comienza siendo una encantadora niña de doce años, termina convertida en una repugnante anciana de quince. Y para colmo de males, embarazada".

Aparte de sus muchos valores literarios, con Lolita ocurre algo curioso y es que, cuanto más tiempo pasa, más escandalosa resulta, justo al contrario de lo que sucede a las magnas novelas decimonónicas sobre el adulterio o al teatro del honor de nuestro Siglo de Oro, cuyos conflictos hoy día mueven un poco a risa. Si en su momento el libro fue prohibido en Francia y en Inglaterra, y tardó más de tres años en aparecer en Estados Unidos, hoy en día cuesta creer que Nabokov se hubiera atrevido siquiera a concebirlo. Ese desfase obedece a la tardía introducción de los abusos infantiles en el código penal, al hecho de que tiempo atrás mantener relaciones sexuales con un menor ni siquiera estaba mal visto. En las primeras páginas de Lolita, el narrador alude a Annabel Lee, la célebre doncella de Poe quien, al igual que Antonio Machado, se casó con una jovencita que murió al poco tiempo y cuya muerte hizo aflorar un manantial de poemas. La pérdida de un amor de la niñez, la precursora de Lolita, es, junto a la cita romántica, la excusa del narrador que advierte al lector del berenjenal en el que va a meterse: "Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los simples, errados serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas".

La historia era espinosa por muchas razones, y la primera de todas consistía en el problema de convertir la pedofilia en material artístico. Nabokov ya había intentado en 1939 un primer esbozo del tema en ruso, El hechicero, que su hijo tradujo al inglés y publicó en 1985. Mucho más directo y descarado, y por tanto menos eficaz, ese embrión apenas apunta las complejidades y sutilezas de Lolita, cuyo manuscrito Nabokov llegó a arrojar al fuego, atormentado por las dificultades insuperables de su escritura. Por suerte, su esposa Vera anduvo rápida de reflejos y salvó a Lolita de la quema.

Casi desde el primer momento, Nabokov fue acusado de disfrazar sus propias obsesiones bajo el ropaje de la ficción. Muchos lectores y demasiados críticos han confundido al autor con el narrador, un patinazo de principiante del que Nabokov avisa desde el bautismo del protagonista, Humbert Humbert, cuyo nombre repetido suena como el zumbido de un moscardón. La trampa es que Humbert escribe en un inglés sublime, tan rico como el de Nabokov, quien le prestó a su odioso protagonista el estro de un gran poeta: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía, Lolita. La lengua emprende un viaje de tres pasos hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta".

Es evidente, desde esa fastuosa obertura, que Humbert no sólo está enamorado hasta la médula sino que posee el alma, el lirismo y el oído de un virtuoso del idioma. He ahí otro de los conflictos esenciales de Lolita: cómo mostrar, desde el giro acrobático de la primera persona, a un pederasta cínico enmascarado entre los velos del arte y la gran cultura. "Que un hombre sea un asesino" escribió Oscar Wilde, "no quiere decir nada en contra de su prosa". No obstante, Nabokov gruñía porque, al parecer, al público le resultaba más obsceno la atracción erótica hacia una niña que el asesinato.

Mezcla irresistible de confesión amorosa, intriga psicólogica, historia criminal, humor negro y guía de carreteras, Lolita mantiene sesenta años después el mismo encanto luminoso con que su protagonista encandiló a Humbert Humbert mientras su madre le enseñaba las azucenas del jardín: "¡Son hermosas, hermosas, hermosas!". Lo que mucha gente, y muy en especial algunas lectoras, no le va a perdonar nunca a Nabokov es que Lolita no fuese exactamente una inocente niñita víctima de la maldad de los adultos sino una hembra manipuladora que también juega a tres bandas. "Simplemente me gusta componer acertijos con soluciones elegantes", confesó una vez Nabokov, y eso es exactamente Lolita, un complejo problema de ajedrez, una delicada mariposa a la que nadie todavía había puesto nombre. Nada es lo que parece en este libro incomparable salvo el fulgor sensual del lenguaje, ese océano de belleza que se mece desde el primer párrafo hasta el último, con sus bisontes y sus ángeles, y que ni siquiera el gran Stanley Kubrick pudo igualar en imágenes: "Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, de pie, con su metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita".

 

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