Punto de Fisión

Nuestros nuevos esclavos

En Alemania han encontrado una solución estupenda para agilizar el mercado laboral al tiempo que da ocupación a los refugiados sirios: empleos a un euro la hora. Y no se trata de fregar escaleras, coser botas en un taller clandestino o acarrear sacos de arroz en un mercado chino, sino de currar con contrato en un centro comunitario para jóvenes en Pfungstadt, una localidad cerca de Frankfurt que suena igual que el nombre del ama de llaves de El jovencito Frankenstein. Pfungstadt. Algo es algo, dirán algunos optimistas, y en efecto, ese algo se denomina esclavitud.

Antes los esclavos trabajaban gratis, únicamente por techo y comida, sujetos con cadenas y espoleados a golpes. Había que ir a buscarlos a las selvas de África, cazarlos vivos, lo cual no era nada fácil, almacenarlos y traerlos por mar en las bodegas de navíos malolientes. Muchos enfermaban o morían por el camino y acababan de comida para los peces. Luego se los llevaba atados a tierra firme, se los acicalaba un poco y se los subastaba uno a uno para que trabajaran recogiendo algodón o, con un poco de suerte, como criados, amas de cría y mayordomos.

Todos hemos visto la tragedia de la esclavitud en el cine y en la televisión, hemos crecido riéndonos con el falso doblaje sureño de la criada gorda de Lo que el viento se llevó ("Ay, señorita Escarlata"), hasta que un día descubrimos la historia de Kunta Kinte, aquel negro desobediente al que le amputaban los dedos del pie de un hachazo. Hay una escena escalofriante en Raíces (una obra maestra que casi siempre se olvida a la hora de confeccionar la lista de las mejores teleseries), en la que se ve cómo doblegan la resistencia del orgulloso muchacho al que no le da la gana de pronunciar su nombre de esclavo. Le parten la espalda a latigazos, una y otra vez, hasta que al final, cuando el capataz le pregunta "¿cómo te llamas?", él responde, roto, exhausto, llorando: "Toby".

Hoy, por suerte, las condiciones del esclavismo han mejorado mucho. Ya no hay que ir a buscar a nuestros esclavos al corazón de la selva africana sino que son ellos solos los que vienen, centrifugados por la guerra, el hambre, las enfermedades, la miseria, consecuencias todas ellas del expolio al que someten a sus países y a la explotación brutal de sus recursos naturales. Ya no hay que fletar costosas embarcaciones y reclutar tripulaciones para que los traigan encadenados, sino que son ellos mismos quienes se meten en chalupas, en pateras, en barquichuelas organizadas por las mafias, y, antes de arribar a su destino, pagan al mar su tributo en carne sin rechistar y sin necesidad de mancharse las manos. Ya no hace falta subastarlos en ceremonias vergonzosas sino que son ellos mismos quienes se ofrecen sonrientes para hacer lo que sea (abogadas trabajando de camareras, médicos limpiando escaleras) al módico precio de un euro la hora. Y además también se ha terminado la lacra del racismo: ahora también hay esclavos blancos. Ay, señorita Escarlata, para que luego digan que el mundo no marcha.

 

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