Punto de Fisión

Alexievich, Nobel al periodismo

Durante muchos años el nombre de Ryszard Kapucinski planeó como candidato eterno al premio Nobel, como en otras épocas lo fueron Graham Greene o Jorge Luis Borges. Como ellos, Kapuscinski murió sin él y fue entonces cuando los académicos suecos comprendieron que no habían desaprovechado otra excelente oportunidad de meter la pata. El polaco, tras el argentino y el británico, se sumaba a una larga y extraordinaria lista de no premiados donde pululaban algunos de los escritores más grandes del pasado siglo: Franz Kafka, James Joyce, Rainer Maria Rilke, Vladimir Nabokov, Constantin Kavafis, Isak Dinesen, Thomas Bernhard, Agota Kristof, Ezra Pound... Los puntos suspensivos pueden estirarse a voluntad, según el panteón más o menos intocable de agraviados que cada amante de las letras guarda en la recámara. Personalmente, nunca perdonaré al comité del premio Nobel que ignorase repetida y deliberadamente a Julio Cortázar, a Anthony Burgess, a Italo Calvino y a Stanislaw Lem.

No obstante, si hay algo a lo que son verdaderamente alérgicos en Estocolmo es al humor y a la literatura de género; para ellos la literatura es una asignatura solemne que se divide, igual que en el colegio, en novela, poesía y teatro (al que dedican uno o dos premios cada decenio). Y los valores que premian son, fundamentalmente, la seriedad (entendida como gravedad), la geografía (entendida como azar) y el compromiso (aunque vaya usted a saber que entienden por eso). Según ese baremo, mi cuarteto de candidatos lo tenía francamente difícil, porque todos son, en el sentido cervantino del término, autores cómicos, y además practicaron con asiduidad la literatura fantástica y la ciencia-ficción, dos de los alimentos más sabrosos y más contraindicados en la austera dieta sueca.

Sin embargo, con el galardón a Svetlana Alexievich, la Academia ha roto al fin otro de los tabúes sagrados del Nobel, el que muchos creímos que pulverizaría Kapuscinski: premiar al fin a un reportero de pura raza, darle de una vez al periodismo la ciudadanía de honor en el olimpo de las letras. Y no es que anteriormente no hubieran premiado a grandes escritores curtidos durante años en la redacción de crónicas y reportajes (Hemingway y García Márquez tal vez sean los casos más evidentes), pero faltaba esa sanción que distinguiera no la labor novelística de creación sino la del testigo a pie de calle, el hombre (en este caso, la mujer) capaz de bajar a la arena de la realidad y luego contarlo. Han elegido a una periodista, dramaturga y novelista incómoda para el régimen autoritario de su país, una escritora que ha relatado de primera mano la descomposición del sistema soviético y que usa en sus libros diálogos, testimonios y entrevistas entrelazados en una audaz técnica de montaje. Desde las mujeres que participaron en la Segunda Guerra Mundial a los héroes y las víctimas de Chernobyl, pasando por los veteranos de la guerra de Afganistán, su obra resulta un complejo coro que da voz a los olvidados de la Historia. Por una reveladora ironía, Alexievich ha recibido la noticia del Nobel justo un día después del noveno aniversario de la muerte de Anna Politkóvksaya, la insobornable cronista de la barbarie de Chechenia que mataron a tiros el mismo día del cumpleaños de Putin.

Una vez más, el premio Nobel ha cogido con el pie cambiado a los editores, que andan empeñados en otros asuntos, y a los libreros, que saben demasiado bien que, para cuando se traduzcan sus libros al castellano, ya se habrá diluido la resonancia mediática del premio. Sí, yo también escribo de oídas porque, por desgracia, Alexievich no tiene más que un libro publicado en España, Voces de Chernóbil, un espeluznante reportaje sobre los supervivientes de la mayor catástrofe jamás provocada por mano humana, donde, como ella misma explica, intenta encontrar nuevas palabras para narrar una realidad indescriptible: "Nuestro diccionario está obsoleto. Todavía no existen palabras, ni sentimientos, para describir esto". Por algo la tarea suprema del escritor es decir justamente lo que no se puede decir, darles al horror y al dolor un espacio, una forma, un lenguaje.

 

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