Punto de Fisión

Soldaditos de plomo

Si echo cuentas de la cantidad de años que dediqué a jugar a los soldaditos, ahora debería ser mariscal de campo por lo menos. Con sólo la mitad de tiempo que hubiera dedicado a leer y a estudiar, ya estaría en la parrilla de salida del premio Nobel. De niño jugaba a la guerra con cualquier cosa que cayera en mis manos, con piedras y con palos, con rifles de plástico, con pistolas de pistón y con toda clase de muñecos: madelmanes, geypermanes, airgamboys e incluso nancis machorras. En algún sitio tengo escrito que fue ahí donde surgió mi vocación literaria, ya que en seguida descubrí que un geyperman barbudo tenía un aire a Hemingway mientras que el madelman se parecía más bien a Antonio Gala.

Los chavales de mi generación no perdíamos ni una oportunidad de hacer no el amor sino la guerra, hasta el punto de que hacíamos la guerra con mucho amor, igual que luego haríamos el amor como si fuese una guerra. No íbamos muy desencaminados respecto a la marcha general del mundo. Fuimos legionarios romanos con espadas de madera y escudos de cartón, fuimos soldados napoleónicos, fuimos jinetes sin caballo y tanquistas en carrocerías desvencijadas. Cuando arreciaba la lluvia, aprovechaba algunas de las colecciones de botones de mi madre para montar sobre la alfombra la estrategia terrícola contra la flota nahumita, según las novelas de George H. White, o planificar en el suelo de la cocina la batalla de Midway. He rescatado a amigos del piquete de fusilamiento, he montado emboscadas a enemigos imaginarios, he muerto y resucitado en muchos frentes donde la frase típica, cuando matabas a alguien o recibías un balazo, solía ser: "Así no vale". También he dibujado con décadas de antelación los mapas de los títulos de crédito de Juego de tronos, aunque nadie los imaginó mejor que el gran poeta cubano José Lezama Lima: "papeles donde se diseñaban desembarcos en países no situados en el tiempo ni en el espacio, como un desfile de banda militar china entre la eternidad y la nada".

Nos gusta jugar a la guerra, eso es un hecho, a niños, mayores y ancianos; nos gusta ver desfilar soldaditos, marchar tanques, otear aviones; nos encanta ese exhibicionismo anual de la pólvora, la bandera y la cabra; agitar la banderita como una novia anhelante al paso de los soldados. La palabra clave aquí no es "guerra" sino "juego", que es de lo que se trata; ya lo adviritó el general Schwarzkopf en vísperas de la segunda invasión de Irak, cuando vio el entusiasmo con que el presidente Bush aplaudía la catástrofe que se avecinaba: "Este hombre es peligroso, le gusta la guerra". No es casualidad que Aznar, otro entusiasta de la guerra a larga distancia, ni siquiera haya hecho la mili. Y así no vale.

La putada es que vivimos en medio de una cultura patriarcal, jerárquica y beligerante, y que la atracción que sentimos por la guerra viene impresa en las espirales de nuestro ADN desde las tribus del Neolítico, desde los chimpancés caníbales, desde que Caín levantó una piedra contra Abel, desde que los ángeles se rebelaron en el cielo. Por eso muchos grandes momentos de la literatura (La Ilíada, el Bhagavad Gita, El Cid, Guerra y paz) son cantos de batalla, poemas a la destrucción, hazañas bélicas; por eso la explosión de un hongo atómico nos resulta aterradoramente hermosa. Heráclito dijo que "todas las cosas se engendran de discordia y necesidad", lo mismo que previno que nadie puede bañarse dos veces en el mismo desfile de las Fuerzas Armadas.

Cuando Marx, Nietzsche, Darwin, Freud y otros pensadores descendieron a las tinieblas de nuestra especie no encontraron más que metáforas bélicas: lucha de clases, lucha de especies, lucha de sexos, de razas, de civilizaciones. La política no es más que la continuación de la guerra por otros medios, un sucedáneo, una ración de metadona, como también lo son el fútbol, el ajedrez, el colegio, el póquer y la economía. Tal vez nadie haya expresado mejor la fascinación mortal que sentimos por la violencia que Cormac McCarthy en este alucinante pasaje de Meridiano de sangre: "Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahi. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya lo esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma".

 

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