Punto de Fisión

Maureen en llamas

Maureen en llamas

La noche en que murió, Robert Mitchum se fumó un cigarrillo. Estaba muy enfermo, cáncer de pulmón, y muy mayor, casi ochenta años, pero en el último momento no quiso dejar de ser él mismo. Tampoco traicionar a un viejo amigo, uno que lo había acompañado casi desde la niñez encarnado en hojas de marihuana, cigarros, habanos, pipas y cigarrillos. "Uno para el camino" dijo Mitchum, y se apagó con el humo puesto, igual que Bela Lugosi envuelto en su capa de Drácula. Las grandes leyendas del cine no suelen renunciar a la máscara ni siquiera cuando los admiradores las han olvidado, cuando sólo salen en silla de ruedas para agradecer homenajes casi póstumos o cuando su nombre salta en los partes de bajas de las esquelas. Por eso Maureen O’Hara seguía conservando, entre los estragos de la vejez, sus ojos verdes y su cabellera en llamas. Por eso murió plácidamente en su cama mientras de fondo sonaba la música de El hombre tranquilo.

Era su película favorita por muchas razones: por el personaje de Mary Kate Danaher, solterona; por John Ford, un director al que todavía recordaba muchos años después con lágrimas en los ojos; por John Wayne, un buen compañero cuya amistad empezó con una borrachera en la que fue ella quien tuvo que llevarlo a rastras hasta casa; por la nostálgica banda sonora de Victor Young; por la película misma, un canto de amor a Irlanda pleno de borracheras, canciones y puñetazos, y adornado con los dos besos más espléndidos de la historia del cine. Pero, sobre todo, por Irlanda, la dulce Irlanda, una utopía imposible en un lugar llamado Innisfree donde conviven en belicosa armonía hombres y mujeres, católicos y protestantes, ancianos y niños, borrachines y guerrilleros del IRA, truchas y pescadores. Esa Irlanda no existió jamás, más que en el cine, como tampoco existieron jamás, salvo en el cine, la cabellera ardiente y los bellísimos ojos esmeralda de Mary Kate Danaher, solterona, caminando por los prados verdes de Innisfree.

Irlandesa de pura cepa, de joven dudó entre la ópera y el fútbol, y ya antes de dedicarse al cine dio muestras del irresistible mal carácter que la convertiría en una pelirroja inflamable y salvaje. No había cumplido aún los veinte años cuando, en un casting en Londres, llamó la atención de Charles Laughton, que fue quien la convenció de que estaba hecha para el celuloide. Después de La posada Jamaica y El jorobado de Notre Dame O’Hara fue directa al elenco prodigioso de Qué verde era mi valle, el gran réquiem irlandés de Ford, donde lució el velo de novia más triste y fantasmal que haya cruzado una pantalla. Una vez, hablando de la famosa "suerte de Ford", esos golpes de fortuna que embalsamaban para siempre sombras, nubes y tormentas, explicó que el milagro de esa escena consistía en que el viejo gruñón había colocado bajo la escalinata un ventilador enorme para lograr que el gran velo blanco desplegara sus alas. Parecía no querer entender que "la suerte de Ford" era haberla encontrado a ella.

Aparte de sus hembras coléricas en baladas irlandesas y westerns fordianos, el gran papel de su vida fue el de la profesora Louise Martin en Esta tierra es mía de Jean Renoir, donde escoltaba, una vez más, a un inmenso y patético Charles Laughton. En una aldea subyugada por los nazis, Arthur, un cincuentón mimado, obeso y cobardica, recobra de repente el coraje gracias al sacrificio de otro de los profesores y al amor secreto que siente por la hermosa Louise. En la secuencia final Laughton entrega el testigo de coraje a O’Hara, que sigue leyendo a los alumnos la Declaración de los Derechos del Hombre con las mejillas arrasadas de lágrimas, en una perfecta demostración de que la belleza es verdad y la verdad belleza siempre que el cine sea cine.

 

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