Punto de Fisión

Muerte de un poeta

En Arabia Saudí han condenado a muerte a un poeta y en España han quitado la filosofía del plan de estudios. No lo parece, pero ambas operaciones son curiosamente simétricas. No hay nada que el poder tema tanto (sea del signo que sea, totalitario, democrático, de derechas o de izquierdas) como la cultura, la libre circulación de pensamiento, ciudadanos bien informados. Arrinconarla, volverla un trasto inservible o, peor aun, un lujo inútil, resulta una estrategia mucho más sutil que el encarcelamiento, el tiro en la nuca o la hoguera. De la quema de libros (y de sus respectivos autores), en Europa hemos pasado al expositor de novedades. Es mucho mejor perder un libro valioso entre un montón de bazofia editorial que intentar destruirlo para siempre: de inmediato el halo de lo prohibido atraerá a miles y miles de lectores. Por eso la alfabetización supone un peligro mucho mayor que el analfabetismo. Que cualquier ente más o menos televisivo sea capaz de perpetrar páginas más o menos gramaticales no lo convierte de la noche a la mañana en escritor. Un montón de páginas impresas y encuadernadas no forman una novela.

Ashraf Fayad, un joven poeta palestino, ha sido condenado a muerte en Arabia Saudí por escribir un libro de poemas: Instrucciones en el interior. Las razones que esgrimen sus jueces son banales y absurdas, ni siquiera merece la pena detenerse en ellas. Unos dicen que su lectura incita al ateísmo, otros que es una apostasía del islam. El delito de apostasía también se barajó en su día contra Los versos satánicos, la gran novela de Salman Rushdie, cuya publicación le valió una fatwa por parte del imán Jomeini. Recuerdo que compré Los versos satánicos un domingo en la Feria del Libro de Madrid y cuando llegué a casa, me enteré de que ese mismo día había muerto Jomeini. No suelo firmar mis libros pero me apresuré a consignar en la primera página de mi ejemplar ese soberbio acto de justicia poética.

Al igual que la de Rushdie, la sentencia contra Fayad viene a corroborar un hecho fundamental que solemos olvidar: que la literatura está viva y que es un peligro para el poder. Un peligro público. Precisamente porque está viva siempre habrá alguien que quiera verla muerta. Aparte de los imanes y los ayatolás islámicos, no faltaron, para vergüenza nuestra, multitud de voces libres que se sumaron (desde la derecha y desde la izquierda, desde el catolicismo y el ateísmo) a criticar la actitud imprudente de Salman Rushdie. Puesto que había ofendido a los creyentes del islam, los nuevos savonarolas se dedicaron a trazar nuevas rayas entre lo que puede y lo que no puede decirse. Fue una bajada de pantalones (y de valores) similar a la de quienes criticaron la temeridad y el mal gusto de los dibujantes de Charlie Hebdo que acabaron asesinados a tiros. Todavía no comprenden que con esas palabras estaban justificando el crimen.

Hace unos años, en 2009, José Manuel Prieto recordaba en Letras Libres los pormenores de su traducción del Epigrama contra Stalin, el impresionante poema satírico que le costó la vida a Osip Mandelstam. Fue la víctima más ilustre, aunque por desgracia no la única, de esa infame trituradora de carne humana en que se convirtió la dictadura estalinista. Por citar sólo un dato, en la noche del 12 al 13 de agosto de 1952, fueron ejecutados en los sótanos de la Lubyanka trece poetas, músicos y actores yiddish, que en su día formaron parte del Cómite Judío Antifascista y que fueron acusados de conspirar para la creación de un estado judío en Crimea. Ya dije que los motivos esgrimidos por los verdugos son absurdos y banales: lo que cuenta es el crimen. A Fayad, lo mismo que a Mandelstam, a Lorca o a Miguel Hernández, van a matarlo por escribir poesía de verdad, por cantar a los hombres en lugar de a Dios, a la luna o a las flores.

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