Punto de Fisión

Lemmy para un poco

Lemmy para un poco

Parecía indestructible, él mismo lo decía. Era como si nada pudiera con él, ni los años, ni el tabaco, ni las anfetaminas, ni el desgaste de las giras, ni las exigencias de las groupies, ni los Jack Daniels con coca-cola que tomaba para merendar y que, en los últimos tiempos, tuvo que cambiar por el vodka con zumo de naranja por culpa de su diabetes. Lemmy Kilmister era un tipo que, cuando invitaba a una ronda de bourbon, sacaba una botella por persona. Pero no sufría resacas porque aseguraba que las resacas eran para los que dejan de beber. Hasta el pasado lunes, en que un cáncer se lo llevó a traición, fue la encarnación más perfecta y auténtica que jamás ha habido de un rockero, uno de verdad, esa gente que concibe la juerga como un trabajo a jornada completa: "El verano de 1973 fue fantástico. No me acuerdo de nada pero nunca lo olvidaré".

Nadie se explica cómo lograba mantenerse intacto en ese limbo de ruido, humo y cuero negro, prácticamente sin achaques, como si hubiera vendido el alma al diablo a los treinta y tantos y el diablo no sólo no supiera qué hacer con ella sino que tampoco tuviera cojones para regresar y devolvérsela. Amigos, novias y colegas de profesión iban palmando uno detrás de otro pero Lemmy Kilmister seguía adelante, consciente de que el secreto de la longevidad consiste en no morirse. "Vive rápido y muere de viejo" era su lema. Más que un contrato diabólico al uso, era como si hubiera firmado un pacto de no agresión con los infiernos.

Su madre lo crió solo y él siempre agradeció al "gilipollas con gafas" de su padre el favor que le hizo al marcharse. De joven, trabajó tres de meses de pintor y algo más en una fábrica, un lugar horrible de donde consiguió que le echaran por el sencillo procedimiento de dejarse el pelo largo. Luego entró de bajista en una banda de Blackpool, The Rockin' Vickers, donde tocó de telonero para The Who y The Kinks, entre otros, hasta que abandonó de puro aburrimiento. Admiraba tanto a Jimmi Hendrix que entró de pipa en sus giras, cargando con parte del equipo. Recaló en varios grupos más hasta que en 1972 se unió a Hawkwind, una banda psicodélica donde se hartaron de que llegara siempre tarde a los ensayos y se asustaron aun más cuando lo detuvieron en la frontera de Canadá cargado de anfetas. Lo despidieron de malos modos y entonces Lemmy fundó Motörhead, el trío más bestia y longevo de la historia del rock, al que bautizó con el título de la última canción que compuso para Hawkwind. Puesto que el grupo era suyo nadie podía despedirlo de allí. Incluso la muerte se lo ha pensado mucho.

Fue amigo de Keith Emerson, quien le contagió el gusto por la parafernalia nazi -las águilas doradas, las cruces gamadas y las cruces de hierro- una estética que desembocó en el coleccionismo de armas, recuerdos militares y uniformes de la SS. Acabó con una exposición de armas, espadas, dagas, puñales y bayonetas de las dos guerras mundiales que le ocupaba media casa. Cuando, con toda esa chatarra encima, un periodista se atrevió a preguntarle si tenía simpatías nazis, respondió: "He tenido seis novias negras, así que debo ser el peor nazi del mundo. Imagina que fuese a Nüremberg a presentarle mi novia al Führer".

Igual que su amenazadora pinta de tipo duro ocultaba un pedazo de pan, tras su chupa de caballería había un aficionado a la historia que lo sabía todo sobre las dos guerras mundiales. Cuando fundó Motörhead fue como si se fundara a sí mismo y Lemmy se llevó el escenario a todas partes: a la calle, a los bares y a su casa. Se adelantó a todas las modas -el heavy, el punk, el trash- fabricando su propio look de motero a partir de un gazpacho de símbolos inconexos: tatuajes tétricos, melena larga, bigotazos de mariscal prusiano, sombrero vaquero, anillos con calaveras, cazadora de cuero adornada con insignias militares, pantalones de pitillo y unas altas botas de cuero que mandaba fabricar a un artesano según un diseño personal.

Más que ninguna otra cosa, le gustaban los clásicos del rock, es decir, Jerry Lee Lewis, Little Richard, Buddy Holly, Elvis y los Beatles: "Todo el mundo dice que los Stones son duros y los Beatles unas niñas, pero es al revés. Los Stones eran unos niños de papá, unos pijos que iban a escuelas de arte y todo ese rollo". Usaba un bajo Rickenbaker distorsionado a tope y lo tocaba pegándole una paliza. Cantaba con el micro muy alto, mirando a las estrellas, imprecando a los cielos con su voz de hormigonera mientras hinchaba las venas del cuello como si la erección le llegara a la nuca. Tal vez no haya un solo grupo que haya tocado a un volumen tan alto como Motörhead: algunos de sus fans salían de sus conciertos sordos y la sordera se alargaba una semana. "Mejor" decía uno, "así no oigo a mi mujer". Su sonido era el caos de una batalla pasado de decibelios. En mi barrio, San Blas, se decía que había un premio para quien pudiera distinguir el bajo de la batería y la voz de la guitarra. Cuando no hacía música, se dedicaba a la bebida, a las mujeres y a los videojuegos. Le gustaban también las tragaperras de palanca y las strippers de barra. Le preguntaron con cuántas mujeres se habría acostado en su vida, se quedó pensando y dijo que unas mil. "Tampoco es tanto si piensas la edad que tengo", precisó, calculando que salían unas cincuenta al año. Nunca se casó por muchas razones, pero fundamentalmente porque si tenía que elegir entre el sexo y la música, para Lemmy no había elección: "Un polvo dura media hora, como mucho, y un concierto hora y media". "Cuando muera" dijo una vez "será un buen momento para dejar de tocar, porque la muerte es el modo que tiene Dios de decirte que pares un poco".

 

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