Punto de Fisión

La herida de Nador

Estos días Nador ha sido noticia por partida doble, algo verdaderamente excepcional en una ciudad anónima por tantos motivos. A un seísmo de 6.3 grados en la escala Ritcher le siguió la expulsión del territorio marroquí del padre Esteban, un jesuita canario que lleva tiempo ayudando a los inmigrantes subsaharianos varados al borde de la frontera con Melilla. Hace dos días Jairo Vargas publicó en este mismo periódico un reportaje espeluznante donde da cuenta de los horrores que sufren estos naúfragos del desierto a manos de las fuerzas de seguridad marroquíes.

La lectura me tocó en lo más íntimo porque yo había pasado por Nador años atrás, cuando acompañé a mi querido y añorado amigo Rafael Martínez-Simancas a un viaje hacia Igueriben, aquel cerro mitológico donde el coronel Benítez y trescientos valientes se sacrificaron para cubrir la catastrófica retirada de las tropas del general Silvestre en Annual. Rafa buscaba inspiración para la que sería su mejor novela, Doce balas de cañón, y por el camino nos fuimos topando con los despojos de una historia ensangrentada y heroica cuya épica se había reducido a intentar sobrevivir día a día. Al pie del cerro de Igueriben, dos jóvenes marroquíes nos ofrecieron, a cambio de unos pocos euros, unos cartuchos oxidados de los muchos que aún quedaban enterrados a docenas por los alrededores. A uno de ellos, un muchacho de apenas doce años, le faltaba un ojo, probablemente por culpa de una infección absurda o por la picadura de un insecto. Era una lesión que se habría curado sin problemas en cualquier lugar civilizado, pero por algo el Rif sigue siendo la zona más pobre y miserable de Marruecos, una tierra castigada sin misericordia alguna por la tiranía alauí a causa de su altivez y su rebeldía ancestrales.

El coronel Benito Gallardo, que nos guió a lo largo de las huellas en desbandada del ejército de Silvestre, nos había advertido al llegar a la frontera: "Vais a entrar en otro mundo". Y no había exagerado lo más mínimo: fue como dar un salto en el tiempo, retroceder cuarenta o cincuenta o años atrás, a un mundo de edificios en ruinas y fachadas destartaladas que parecía el decorado de una guerra eterna. La aduana marroquí consistía en una maltrecha caseta de adobe donde un oficial huraño examinó meticulosamente nuestros pasaportes antes de permitirnos el paso. En la tierra de nadie, sobre los charcos sucios que había dejado un chaparrón nocturno, husmeaban unos perros escuálidos, espectrales podencos que se multiplicarían al otro lado de la aduana, brotando de las cunetas, entre los desperdicios y las bolsas de basura que festoneaban la carretera.

A veinte kilómetros de Melilla, Nador se alza como un suburbio continuo, un laberinto sin centro, edificios inconclusos y amontonados unos juntos a otros, las fachadas sin pintar y con el cemento al descubierto. Los críos juegan la pelota en campos llenos de fango, entre el hedor de las aguas residuales. Dicen que no hay otro lugar en el mundo donde se perciba mayor desigualdad, donde se pueda viajar más deprisa de la opulencia a la pobreza que en la larga franja de tierra que va de Melilla a Nador. Al cruzarla, al ver las miríadas de desharrapados que esperaban saltarla en busca de un futuro incierto, recordé aquellas palabras que Carlos Fuentes dedicó a la herida que separa México de Estados Unidos en su novela Gringo viejo: "Esto no es una frontera = es una cicatriz. Quien la cruza careciendo de destino, lo encontrará".

 

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