Punto de Fisión

Es cosa de hombres

Tal vez lo más curioso del escarnio homófobo al que sometieron el sábado pasado los aficionados a un árbitro de fútbol fue que sucediera en un campo de fútbol gaditano. De toda la vida Cádiz ha sido la versión hispánica de San Francisco, una fama que arrastra al menos desde 1898, cuando el diputado malagueño Adolfo Suárez Figueroa publicó en El Nacional un artículo titulado El reino del sarasa, en el que denunciaba la prostitución homosexual en la ciudad y que provocó la dimisión del gobernador civil de la provincia y hasta del ministro de Fomento, Germán Gamazo.

Hace ya muchos años, un guitarrista de flamenco, de cuyo nombre no quiero acordarme, me contó que había asistido a una conferencia bien solemne no sé si en el Palacio de Congresos, pero que cuenta con el record de ser la conferencia más breve jamás pronunciada en Cádiz y seguramente en cualquier otro sitio. Tiene mérito porque los conferenciantes iban a ser tres: el escritor Fernando Quiñones, el guitarrista propiamente dicho y un poeta local bastante anciano y proclive a los amaneramientos. La noche anterior terminaron de cenar y empalmaron una copa detrás de otra hasta que llegó el amanecer y decidieron que todavía era demasiado temprano para acostarse. De manera que siguieron cociéndose a base de vinos y cuando llegó la hora de la conferencia, sobre las once o las doce de la mañana, los tres llevaban una tajada de las que hacen época. Echaron a suertes los turnos de conferenciantes y le tocó subir primero al estrado al poeta local, tan mamado que tuvo que agarrarse al atril con las dos manos antes de soltar un quejío sobrenatural. "¡Caaaaaaaaaaai!" dijo, y después de una pausa estupefacta, remató: "¡La tacita de Plata!" Entonces se oyó una voz furibunda cayendo desde arriba en tres rotundos acentos: "¡Ma-ri-cón!" Entre las carcajadas del público, el profesor sentenció: "Ele. Eso es Cai". Y ahí acabó la conferencia.

Que fue más o menos lo que le ocurrió a Jesús Tomillero en un partido de cadetes entre la Peña Madridista Linense y El Mirador, cuando echó del campo al encargado de material de la Peña Madridista, y luego a un jugador del mismo equipo, y los dos expulsados se dedicaron el resto del encuentro a gritarle que se iba a hartar de comer pollas. "¡Ese es el maricón que sale por la tele!" gritó alguien del público, una descripción a la que siguieron diversas manifestaciones culturales desde la grada, casi todas variaciones sobre lo mismo. En vista de la unanimidad, Tomillero decidió dejar el silbato y no volver a pitar un partido en su vida.

No entendió lo evidente: que eran risas nerviosas. El campo de fútbol es, junto la Legión, uno de los últimos armarios que van quedando en el mundo occidental, a pesar de (o precisamente por) que su simbolismo homosexual es tan palmario que hay que estar ciego para no verlo. Veinte tíos en paños menores corriendo detrás de una pelota mientras otros dos, de pie entre tres palos, esperan que suceda algo. Músculos en tensión, sudor, esfuerzo, juventud, hermosos mancebos agarrándose unos a otros como voluntarios de la falange tebana. Quizá estamos demasiado acostumbrados, pero es un espectáculo que parece concebido a propósito para ilustrar la discografía de Village People.

Aun dentro de esta parafernalia, muy pocos jugadores hasta la fecha han tenido el coraje de salir del armario. Si a algún insensato se le ocurriera hacerlo, lo más seguro es que acabara como Jesús Tomillero, vejado y ridiculizado, eso si tiene suerte y no bajan al césped para pegarle una paliza. Lo que de verdad le gusta a la afición es que el jugador sea un macho bien macho, al estilo de Rubén Castro, a quien una jueza acaba de abrir un auto por delito de maltrato habitual a su pareja, y los hinchas del Betis casi lo sacan a hombros.

 

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