Punto de Fisión

Bud Spencer y la lucha de clases

Ha muerto Bud Spencer y su espíritu, antes de emprender el camino a los cielos, ha sobrevolado Europa intentando arreglar diversos problemas a su modo, es decir, a mano abierta. Es lo bueno que tenía Bud Spencer, que se juntaba con su amigo Terence Hill, el guapo de la pareja, y solucionaban conflictos por la vía rápida. Recuerdo cuando yo era un crío y mi vecina Victoria Miguel nos llevaba a su hijo Curro, a mi hermano Dani y a mí al cine, para ver aquellas películas de Trinidad que empezaban con un guiso de judías y terminaban con una ensalada de hostias. Era un cine elemental, maniqueo, a menudo escatológico, a años luz de distancia de Antonioni, pero no estaba nada mal para echar la tarde y enseñar a los críos unos cuantos conceptos básicos, por ejemplo, que los malos casi siempre son ricachones de mierda y que los buenos suelen pasar hambre y vestir calzones de cuello alto agujereados. Son lecciones que los niños de hoy han olvidado, ahora que se creen que los héroes son extraterrestres o millonarios excéntricos tipo Batman.

Con los años uno alcanzaba a comprender que aquel cine entrañablemente pésimo tenía también su genealogía, una tradición que proviene de los viejos gags del cine mudo, de los dibujos animados, de los tebeos de Asterix y Obelix, de ciertas comedias de tortazos de Chaplin, Buster Keaton y Harold Lloyd, y de aquellas memorables peleas a pastelazos que alicataban las habitaciones de nata. Las guantadas de Bud Spencer, en realidad, no hacían daño, sonaban como bombas en racimo pero en lugar de arrancar la cabeza del cuello, el contricante se levantaba un poco mareado y ponía cristianamente la otra mejilla para recibir una nueva tanda.

El argumento de esas películas era más simple que doblar una esquina, pero hay que reconocer que, en líneas generales, se parecía bastante a la realidad: unos abusones que querían apropiarse de las tierras, del ganado, del agua y de los bienes públicos por las buenas o por las malas, hasta que llegaban dos caballeros andantes -don Quijote y Sancho en dos dimensiones- para defender a puñetazos el pan de los pobres, la virtud de las señoritas y la alegría de los niños. Bud Spencer y su compadre Terence nos enseñaban que la justicia hay que tomársela por la propia mano -mejor si al extremo había un revólver-, un marxismo de parvulario donde la revolución rusa pasaba antes por la mexicana y la lucha de clases se resolvía en una gloria de tiros y trompadas.

Después uno crecía y se civilizaba, se domesticaba a base de pólizas, promesas y mentiras, bajaba la testuz como los toros mansos a los que marcan con el hierro de diversas ganaderías políticas para admitir al fin que la justicia social era un invento del cine y de los tebeos. Descubría, de paso, que Bud Spencer era un gigantón napolitano llamado Carlo Pedersoli, era licenciado en Derecho, hablaba varios idiomas y se consideraba un principiante de la actuación, la música y la vida. Había empezado con un tremendo físico de nadador olímpico, pero el tiempo le añadió la barba, la papada y la barriga con que amenizó nuestra infancia. En los últimos tiempos, cuando hacía mucho que había abandonado la comedia, gastaba unas ojeras de filósofo presocrático y traicionó a su personaje presentándose a las elecciones regionales del Lazio por la candidatura de Forza Italia. Perdió por cambiar de bando a última hora. Bud Spencer le habría endilgado a Berlusconi una de sus collejas enciclopédicas, pero se le adelantó un enfermo mental incrustándole una miniatura de la catedral de Milán en la boca.

 

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