Punto de Fisión

Etiquetando asesinos

El primer temor ante un tiroteo tan atroz como el de Munich, es que la víctima podría haber sido cualquiera de nosotros; el segundo, después de calibrar su personalidad y aficiones, es que el asesino también. A diferencia de los últimos atentados que han sembrado de muertos distintos puntos de Europa, la policía no ha encontrado la menor relación entre el terrorismo islamista y este joven tranquilo de dieciocho años que vivía con su padre y que trabajaba ocasionalmente repartiendo periódicos. No tenía antecedentes, no estaba conectado a ningún grupo radical y la única remota conexión con el mundo islámico radica en su origen iraní, país que no se distingue precisamente por su apoyo al Daesh.

Por eso había que encontrar una razón, una denominación de origen que etiquetase al monstruo y lo colocara en una estantería psicológica. Alí Sonboly era tímido, introvertido; le gustaban los videojuegos; le insultaban, le pegaban y lo humillaban a diario en el colegio; iba almacenando rencor en el hígado como una bomba de tiempo. Con todo esto, a falta de credenciales yihadistas, se fabrica un asesino, tarea bastante complicada ya que hay millones y millones de críos aficionados a los videojuegos y víctimas de acoso escolar -incluso cientos de miles que habrán amenazado de muerte a sus torturadores- que nunca saltarán sin red hacia el asesinato.

Apenas unos días atrás, empuñando un hacha y un cuchillo de cocina, un refugiado afgano hirió a tres personas en el vagón de un tren alemán antes de ser abatido a tiros. Era un chaval de 17 años que se movía al grito de "¡Alá es grande!", lema religioso que sirvió para que el Daesh se apuntara de inmediato otro tanto, del mismo modo que se apuntan un rayo, un maremoto o un huracán, a poco que se le vaya la mano y empiece a destrozar infieles. Es una de las grandes ventajas de interpretar a piñón fijo la voluntad de Dios, que cualquier accidente, cualquier manifestación de la naturaleza puede leerse como un mensaje de los cielos. También los predicadores fundamentalistas de los ochenta, e incluso algunos posteriores, descifraron que el SIDA era el castigo divino contra la homosexualidad y la concupiscencia. La fe los cegaba, por eso no llegaron a caer en la cuenta -igual que sus homólogos musulmanes- que el verdadero castigo eran ellos.

Puesto que el joven afgano, al igual que el kamikaze sobre ruedas de Niza, era un yihadista fanático, los investigadores no se han preocupado mucho más de buscarle motivos, rencillas personales, cuentas pendientes, desequilibrios mentales o taras psicológicas. El islam, y no digamos el yihadismo, ya se considera perturbación oficial y causa de razón suficiente. La contigüidad espacio-temporal entre la masacre de Munich y los hachazos fallidos provocó la creencia en una continuidad lógica donde ambos se inscribirían dentro del mismo apartado. Sin embargo, el perfil del tirador de Munich coincide punto por punto con el patrón del asesino de masas: el tipo que enloquece, agarra un arma y dispara al azar contra una multitud antes de suicidarse de un tiro. Coincide hasta el extremo de que inició la matanza en una hamburguesería, un McDonald´s, uno de los lugares favoritos donde perpetrarlas.

Apuntalando esta tesis, la policía ha descubierto que Alí Sonboly también coleccionaba información sobre asesinatos en masa, macabra actividad que consiste en intentar matar el mayor número posible de gente en menos tiempo. La marca actual está en posesión de Anders Breivik, el noruego que asesinó a 77 personas en una mañana, la mayoría de ellas a tiros. Breivik tampoco era musulmán, sino más bien cristiano radical y ex masón, aunque a nadie con dos dedos de frente se le ocurrió achacar tal atrocidad a la cuenta del cristianismo o de la masonería: esa etiqueta sanguinaria se reserva en exclusiva para desacreditar a una religión que practican en paz más de mil millones de personas. Sonboly eligió el quinto aniversario de la masacre de Oslo para intentar superar el récord de Breivik. El único que lo ha logrado es Mohamed Salman Lahouaiej Bouhlel en Niza, cuando se llevó por delante a 88 personas -un tercio de ellas, por cierto, musulmanes-, aunque matar en nombre de Alá es otro juego.

 

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