Punto de Fisión

Miles Davis entre sombras

Al igual que ocurre con el duelo inmortal entre Fischer y Spassky, era muy difícil hacer un tostón cinematográfico con la historia de Miles Davis. Don Cheadle, sin embargo, lo ha conseguido, y con la dificultad añadida de no intentar abarcar toda la vida de su ídolo (que es el error común en los biopics), sino tan sólo centrándose en su último período de retiro, poco antes de su espléndido retorno en los ochenta donde volvió a cambiar el jazz de arriba abajo. Con una estructura enrevesada a base de flashbacks (uno verdadero dentro de uno falso) y con más balazos, puñetazos y patadas que instrumentos, la película no se sostiene por ningún lado. El resultado se parece tan poco al original como Don Cheadle a Miles Davis.

Y es una lástima porque el período escogido (de 1976 a 1980) daba mucho juego para presentar al músico como el cabronazo arrogante que era, sin necesidad de sacarlo con una pistola en lugar de una trompeta, y corriendo arriba y abajo por New York al lado de un periodista idiota. En aquella época, al poco de abandonar la música, Miles vivía recluido en su edificio de la calle Setenta y siete Oeste, apenas podía caminar sin ayuda y pasaba el rato bebiendo, esnifando coca y follando como un mono. "Las cucarachas vivían días de gloria" dice en su autobiografía, un libro de una sinceridad brutal que escribió a medias con Quincy Troupe y donde, casi en cada frase, se oye el raspar su voz de lija.

Sumido en una noche perpetua (las cortinas echadas, la ropa tirada por todas partes, la comida pudriéndose en la nevera y la cocina hecha un campo de batalla), los amigos que se atrevían a visitarlo salían espantados. Muchos piensan, incluido el propio Miles, que si logró emerger vivo de aquella travesía del desierto fue gracias a la actriz Cicely Tyson, con quien terminaría casándose en noviembre de 1981. Sin embargo, Cicely no aparece ni de refilón en Miles Ahead, la película de Cheadle, quien prefiere retrotraerse a la tormentosa relación de Miles con la bailarina Frances Taylor, la cual ya había concluido más de diez años atrás y no guarda relación alguna con su exilio musical a mediados de los setenta.

Si quería añadir elementos conflictivos a la hoguera, Cheadle lo tenía muy fácil. No hacía ninguna falta inventarse una farsa inverosímil sobre una grabación perdida ni aludir al modo en que destrozó la carrera de bailarina de Frances. Mucho más efectivo hubiese sido tocar ese punto oscuro de su autobiografía en donde Miles, en su período de heroínomano, ejerció de proxeneta: presumía de tratar a sus mujeres como a un trapo. Cuando Juliette Greco -la cantante francesa con la que mantuvo un hermoso idilio en París en 1949- fue a visitarlo a Nueva York cinco años después, Miles, aterrorizado ante el reencuentro, adoptó su rol de macarra y le exigió dinero. "¡Cállate, zorra!" le gritó cuando ella le preguntó si quería acompañarla a España.

Más que el abandono, la cocaína, el alcohol y las drogas con que intentaba calmar el dolor de su cadera rota, lo que verdaderamente lo tenía paralizado era el silencio, el divorcio de aquella lacerante trompeta con que había cambiado dos veces el rumbo de la música. Miles no había llevado la boquilla a sus labios en mucho tiempo y cada día que pasaba la musa estaba más lejos. Cuando al fin, ayudado por la dieta y los cuidados que le impuso Cicely, decidió hacerlo, tuvo que empezar otra vez de cero, como si fuese un principiante en vez del trompetista más famoso del mundo. "Me costó dos años volver a encontrar el sonido" dice.

La última resurrección fue imperial, el enésimo avatar de Miles subido a lomos del jazz rock, dándole a la música el empujón que necesitaba para salir del siglo. Tuve la fortuna de verlo dos veces a mediados de los ochenta, en el difunto Palacio de los Deportes, soltando truenos y relámpagos como un dios de la lluvia, encajándose bajo la batería -de espaldas al público- al enzarzarse en una balada, y todavía no me lo creo. Me sentí como aquel chaval al que Miles se acercó en un club de Boston, durante la primavera de 1981, una de sus primeras actuaciones en más de cinco años. Era un negro en la primera fila, sentado en una silla de ruedas, y cuando Miles lo vio, se dirigió hacia él, rompiendo la barrera con la que suele aislarse de la audiencia. Tocó un blues a su lado ("aquel tipo sí que sabía lo que era el blues") y entonces el muchacho se echó a llorar, levantó su mano marchita y tocó la trompeta "como si la bendijera y a través de ella me bendijese a mí. Macho, a punto estuve de perder el control, a punto estuve de derrumbarme y echarme yo también a llorar (...) Lo que hizo cuando levantó la mano de aquella manera sólo podía salir de un corazón que comprendía. Era casi como si me hubiera dicho que todo iba bien y que mi música era tan bella y vigorosa como siempre". Fin de la película.

https://www.youtube.com/watch?v=q5pTORxHcr8

 

 

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