Punto de Fisión

Desde la URSS con amor

La KGB ya no es lo que era. Durante décadas, la KGB fue el enemigo implacable de la libertad, al menos sobre el papel y en el celuloide. En las películas de espías, los agentes del KGB eran hieráticos frigoríficos enfundados en abrigos de castor y gorros de nutria; esa abundancia de pieles de animales desollados quería transmitirnos la crueldad y la gelidez esenciales del régimen comunista, subrayadas por un acento que arrastraba las consonantes a través de campos de patatas. Esa gente no tenía corazón ni oído para los idiomas, nos lo remachaban una y otra vez, y muchos nos los creímos hasta el punto de que Sting en Russians, una canción tardía de 1985, venía a preguntarse si los rusos también querrían a sus hijos. A pesar de que le mangaba la melodía a Prokofiev, no es, ni de lejos, una de sus mejores canciones. De hecho, la letra se revuelca en un lodazal de tópicos que no van a ningún sitio, pero que dan bastante bien el tono ideológico de la época.

The Americans (la teleserie de FX Network que lleva ya, si no me equivoco, cuatro temporadas) es un convincente retrato de los años finales de la Guerra Fría al tiempo que uno de los acercamientos más serios al mundo del espionaje que se hayan hecho en la pequeña pantalla. Por su rigor histórico, su complejidad moral y su tiniebla psicológica puede compararse a algunas de las mejores películas que yo conozca sobre el tema: La carta del Kremlin, de John Huston, o El topo, de Thomas Alfredson, e incluso a aquella legendaria adaptación televisiva de la misma novela de John le Carré, Calderero, sastre, soldado, espía. La gran diferencia es que en The Americans los protagonistas son espías de la KGB, una pareja con hijos que lleva quince años viviendo en Washington y que realiza misiones de alto riesgo bajo la tapadera de una tranquila familia estadounidense dueña de una pequeña agencia de viajes.

Es fácil señalar algunas de las virtudes de The Americans enumerando todo lo que no es. No es tramposa, no es manipuladora, no es grandilocuente, no es maniquea: en una palabra, no es Homeland. Pero no es tan sencillo acertar con el secreto de su embrujo, ese aroma a verosimilitud que despide fotograma a fotograma y que tiene mucho que ver con la maravillosa ambientación ochentera, con la potencia de sus personajes y con la solvencia de sus actores. The Americans comienza con la llegada al poder de Ronald Reagan, un tiempo en el que la tecnología no había pasado del micrófono y en que los espías eran maestros en el arte del disfraz y del maquillaje. Elizabeth y Philips, la pareja protagonista, usan pelucas, gafas, lentillas y bigotes postizos; se follan a quien haga falta; mienten, manipulan, y a veces secuestran y matan. Después regresan al hogar, cada uno por su lado, y preparan la cena o ayudan a sus hijos a hacer los deberes.

Ese aire de comedia familiar, de vida cotidiana, penetra cada secuencia de un aura terrible, la certidumbre de que la doblez ha mordido sus vidas hasta el tuétano, de que ya no mienten sólo a sus vecinos, a sus hijos, sino que también mienten a sus mandos, se mienten entre ellos y se mienten a sí mismos. La mentira ocupa el espacio entero de su existencia y les hace dudar, tambalearse en sus convicciones; preguntarse si merece la pena seguir juntos, si siguen en pie los viejos ideales. A pesar de que luchan en la sombra para derrocar las dictaduras centroamericanas o el apartheid en Sudáfrica (dos de los muchos monstruos que amamantaron Reagan y Thatcher), otras veces se preguntan qué hacen los rusos en Afganistán o qué va a pasar cuando su hija mayor, ya adolescente, descubra a lo que se dedican. Desde luego, no es muy común ver una ficción televisiva donde una jovencita cae presa de una secta que le hace un lavado de cerebro y que esa secta sea una iglesia cristiana.

El guionista de la teleserie, Joe Weisberg, se basó en las memorias de un antiguo agente de la KGB, Vasili Mitrojin, que perdió la fe en el comunismo en la era de Kruschov pero que venció la tentación de pasarse al otro lado hasta la disolución de la URSS. Esa tensión entre dos mundos, dos países, dos sistemas, le da a la ficción una insólita pátina de veracidad, la sospecha de que la pesadilla soviética no fue tan tenebrosa como nos la pintaron ni el sueño americano tan luminoso como nos lo cuentan. The Americans es la historia de un largo desengaño, la constatación de ese viejo chiste soviético: todo lo que nos contaron del comunismo era mentira, lo malo es que todo lo que nos contaron del capitalismo era verdad.

 

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