Punto de Fisión

Fidel, todo sí y todo no

Entre las muchas frases inolvidables recopiladas en La Habana hay una que, a mi parecer, resume bastante bien el castrismo: "Mira, mi helmano, en Cuba todo es sí y todo es no". La cual no es fácil de traducir si no se ha viajado a fondo por el país y únicamente ha oído hablar de oídas a los voceros de uno y otro bando. Por ejemplo, en una de esas tertulias necrológicas que se montaron a toda marcha el sábado para comentar la muerte de Fidel Castro, uno de los invitados soltó una observación de lo más folklórica: "A Cuba no hay que compararla con Haití". Vaya, pensé yo. ¿Y por qué no? Ambos son islas (Haití, en realidad, media isla) caribeñas que se han sacudido del yugo colonial hace poco más de un siglo. ¿Con qué habría que comparar a Cuba entonces? ¿Con Irlanda? ¿Con Mónaco? ¿Con Miami?

En mi visita a Santiago, un compadre, después de tres daiquiris, me contó que hubo años, tras la caída de la URSS, en que los gatos y los perros desaparecieron de las calles y la gente comía neumáticos fritos y felpudos empanados. Yo mismo he visto a jóvenes guapísimas en El Gato Tuerto, a dos pasos del Hotel Nacional, ofreciéndose por el precio de una cena. Con todo, a pesar de la miseria, de la precariedad y de las docenas de miles de presos políticos, el modelo cubano parece bastante satisfactorio comparado con el desastre que es Haití, por ejemplo. También lo parece en relación con otras muchas democracias (por llamarlas de algún modo) latinoamericanas, sobre todo si atendemos a cuestiones básicas como Sanidad y Educación. Sin ir más lejos, ahí al lado está Honduras, un país que nunca sale en los periódicos, donde el amigo Obama metió el dedo hace nada y que posee la macabra marca de liderar la lista mundial de las ciudades más peligrosas del planeta, por delante de Kabul y Bagdad. La mejor respuesta a quienes preguntan si te irías a vivir a La Habana es preguntarles si ellos irían de vacaciones a San Pedro Sula.

Todo es sí y todo es no en Cuba. He viajado allí tres veces y en las tres encontré detractores y partidarios furibundos de la Revolución, desde una anciana que la loaba sin tregua hasta un muchacho pobre en las escaleras de la Virgen del Cobre que me hizo una pregunta que sólo podía contestarle Fidel: "¿Por qué no puedo irme yo de mi país?" Con toda probabilidad, la respuesta hubiera demorado varias horas, entre referencias a la seguridad nacional y extensas crónicas de la campaña de Sierra Maestra. La paranoia, elemento psicológico esencial de la isla, se comprende mejor si uno recuerda los más de seiscientos atentados fallidos contra la vida del Comandante, casi siempre con intermedio de la CIA, algunos de ellos tan vistosos como para incluir habanos envenenados. Hay que señalar, no obstante, que las críticas siempre vienen envueltas en el miedo y la desconfianza de quienes viven inmersos en un estado policial. Un taxista improvisado, al pasar cerca de la supuesta residencia de Fidel, se llevó la mano a la barbilla y dibujó una larga barba de chivo. "Por ahí relincha el Caballo" dijo.

Ya no relinchará más. No hay negritas lo bastante gordas para anunciar en los periódicos la muerte de Fidel, un personaje enorme en todos los sentidos, lleno de luces y sombras, la penúltima esfinge del comunismo, el primer dirigente mundial que se salió del tiesto neocolonial y que señaló el camino a tantos pueblos oprimidos por el vecino del Norte en Latinoamérica, en Asia y en África. Quienes hablan de libertad se olvidan (probablemente sin malicia, sólo por pura estupidez o ignorancia) del apoyo inestimable que Estados Unidos ha prestado a dictadores de medio mundo: se olvidan del Irán del Sha, se olvidan de la Grecia de los coroneles, de la Indonesia de Suharto, de la España de Franco, del Congo de Mobutu, del apartheid en Sudáfrica. Fidel Castro, el dictador, el tirano, también fue el primero que dijo no a todo eso.

Los mismos que pedían respeto tras la muerte de Rita Barberá son más o menos los mismos que están haciendo chistes y chascarrillos con el fallecimiento Fidel. Uno de ellos podría ser una versión de aquel en que Karl Marx fallece, va al infierno, monta una huelga, Satán lo manda al cielo para sabotear a su eterno enemigo y, cuando va a inspeccionar los resultados, San Pedro le asegura, entre otras cosas, que Dios no existe. Con Fidel, en cambio, el Diablo -una vez se lo ha quitado de encima-, sube a ver cómo ha resultado la maniobra y ve que en el cielo nada funciona, todo está manga por hombro y, sin embargo, de algún modo, el tinglado se mantiene. Le pregunta a San Pedro, que ahora lleva una gorra de guerrillero y está fumando un habano descomunal, qué piensa Dios de todo esto. Y San Pedro le contesta: "Mi helmano, ya tú sabes".

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