Punto de Fisión

Populismo: la palabra del año pasado

Hay palabras que cambian el significado o adquieren otros nuevos según las necesidades del público. Por ejemplo, la palabra "ratón" se adaptó al mundo de la informática sin perder de vista su carácter específico de roedor gracias a las semejanzas físicas entre el animal y el dispositivo, entre el cable y la cola de un ratón. Hacía falta un término simpático y elegante para designar el cacharrito que se utiliza para apuntar en la pantalla de un ordenador y se tradujo directamente la palabra mouse del inglés. El lenguaje no es inocente: de hecho, sigue siendo el mejor instrumento de dominación que se haya inventado, puesto que apenas somos conscientes de la historia, la etimología y la carga semántica que esconden ciertas palabras en su interior. "Libertad" tal vez sea el mejor ejemplo.

Con la nueva denominación de "populismo" sucede algo más insidioso y más eficaz que con el simple término "ratón": un significado histórico específico terminó por absorber uno antiguo y ahora no hay manera de diferenciarlos. En principio, el populismo vino a designar ciertos modos de gobierno típicos en la América latina de la década de los cuarenta y los cincuenta. El peronismo fue, sin duda, el más exitoso de todos y el gazpacho ideológico del que se alimentó continua hasta nuestros días.

Pero, como señala el filósofo francés Jacques Rancière, el populismo como etiqueta colocada a políticos tan dispares como Marine LePenn, Donald Trump y Pablo Iglesias, es una fórmula mágica que articula el descontento contra las élites dominantes desde el sur, el norte, el este y el oeste. En España, esa élite de mandarines conoció así mismo una novedosa denominación -"la casta"- cuya principal distinción, entre otros muchos rasgos identificativos, es la falta de empatía ante los sufrimientos del pueblo. El término hizo mucha pupa entre los afectados, revelando que el torpedo había dado en el blanco. "Casta" es la quintaesencia de esa clase política que ha nacido para mandar y que, por puro nepotismo, acaba encuadrada en el organigrama de los partidos sin conocimiento de primera mano del mundo real. Normal que se mosqueen cada vez que los descamisados podemitas la sacan a relucir. La palabra funciona incluso en un nivel biológico, puesto que muchos de los principales dirigentes del PP y del PSOE fueron o son herederos directos del franquismo. Basta echar la vista atrás, al árbol genealógico de la democracia española, para encontrarse con los mismos recios y vistosos apellidos franquistas de la época de la dictadura: Aznar, Mayor Oreja, Cabanillas, Posada, Piqué, Botella, Gallardón, Fabra, Elorriaga, Matutes y otros muchos por parte del PP. Griñán, Bono, Rubalcaba, Bermejo, Marín, Chaves, Pajín, Barreda y otros tantos por parte del PSOE. La lista es larga y apesta. A falangismo, a clasismo y a niños de papá.

El populismo, tal y como lo emplea la prensa del régimen y como lo disecciona Jacques Rancière, arroja una imagen de un pueblo inculto y xenófobo, un pueblo díscolo e ignorante que no sabe hacer la O con un canuto y debe ser gobernado y aleccionado por una casta dirigente por su propio bien. Es el mismo discurso que es capaz de cambiar un artículo de la Constitución de la noche a la mañana para salvar a los bancos en lugar de a las personas. El mismo discurso neoliberal que predica la libre circulación de capitales al tiempo que promulga las restricciones para inmigrantes y refugiados. Hace sólo unos años nadie habría tenido el menor empacho de etiquetar como "populistas" a Silvio Berlusconi o a Esperanza Aguirre. Sin embargo, los requerimientos del poder, con la impagable ayuda de cierta élite intelectual y periodística, han provocado un desplazamiento semántico impecable. El populismo, tal y como se usa ahora en las tertulias, en las redes sociales, en los bares y en los taxis, sí que es una posverdad de libro.

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