Punto de Fisión

Un lanzazo por Mel Gibson

Un lanzazo por Mel Gibson

Sí, amigos, Mel Gibson lo ha vuelto a hacer. El bocazas acérrimo, hooligan católico, machista miserable, borrachuzo profesional y facha impenitente se ha marcado otra puta obra maestra. Bueno, puede que no llegue a la altura de las dos anteriores, pero por ahí le anda. Hacía diez años que no se ponía tras las cámaras, desde que eclipsó otra vez Hollywood bajo el fulgor intolerable de Apocalypto. Y durante ese tiempo estuvo muy ocupado con su rol de estrella, dándole al frasco, conduciendo ebrio, armando pollos mitológicos, ofendiendo a medio mundo y, básicamente, haciendo el gilipollas, que es la ocupación favorita de Gibson cuando no está dedicado al cine en cuerpo y alma.

Entre detenciones por alcoholismo, insultos antisemitas y broncas domésticas, la vida de Mel Gibson daría para un reality acojonante. Tiene un auténtico don para los diálogos y no me refiero sólo a su labor de guionista. De un crítico que ponía en duda la veracidad de las declaraciones papales sobre La pasión, Mel Gibson dijo: "Quiero matarlo, quiero sus intestinos en un palo, quiero matar a su perro". Parecía el anuncio de un remake de Braveheart. A su ex novia, Oksana Grigorieva, le dejó grabados en el contestador del teléfono treinta escalofriantes minutos de ultrajes y espumarajos, entre los que brillaba con luz propia este pasaje: "Eres una jodida cerda en celo. Voy a quemar tu casa contigo dentro". Después de tan elegante amenaza, deseó que la violase "una jauría de negros". Reconozcamos que se requiere un gran virtuosismo lingüístico para injuriar con tanto estilo y a tantos colectivos a la vez. Pero también hay que señalar, en su descargo, que padece trastorno bipolar, sufrió una adicción severa al alcohol durante décadas y lleva años asistiendo a terapia para intentar controlar su ira. Su gran amiga Jodie Foster dice que, a pesar de su carácter difícil y sus conductas desconcertantes, es una persona maravillosa, alguien "increíblemente sensible y cariñoso". De momento, que se sepa, Gibson no ha llegado a las manos. Hay demonios terribles dentro de él, pero al menos, gracias a Dios, cuando no los plasma en la pantalla, los suelta por la boca.

En cuanto a su arte, que es lo que importa, Gibson está obsesionado con un solo tema, que domina como nadie: la convicción de un individuo por hacer lo que cree justo y la violencia infinita ejercida desde el poder contra ese individuo. Poco importa que ese individuo sea Jesucristo, un rebelde escocés, un objetor de conciencia o un indio maya. En sus películas hay cataratas de sangre, riadas de hostias, lanzazos, explosiones, tiros en la cabeza, decapitaciones, evisceraciones, palizas, y ni una sola gota de sangre está ahí porque sí, por hacer taquilla o por hacer un chiste. Las muchedumbres que clamaban contra el salvajismo explícito de La pasión, ¿se habrán leído el libro? ¿Ha habido alguna vez una película -excepto, quizá, alguna de Peckinpah- donde el uso de la violencia esté más justificado por el guión y cuyo resultado sea más poético? Al contrario que en muchas otras películas sanguinarias, de las suyas el espectador sale con las tripas revueltas. Gibson muestra de un tortazo en los ojos -como Peckinpah- el efecto aproximado a lo que debe ser que te peguen un balazo o que te desuellen vivo.

Para Gibson, el cine es una religión, y lo digo en todos los sentidos. Tarda en encontrar un proyecto, pero cuando lo hace, se entrega a fondo, con las piernas abiertas y los cinco sentidos, una devoción que la pantalla le devuelve multiplicada por cuatro. Si como actor es uno de esos tipos a los que la cámara adora, como director sólo se puede decir que lo idolatra. Hacksaw Ridge no es un proyecto personal como las anteriores, pero él se las ha apañado para hacerla suya, convirtiendo a ese enfermero bonachón que quiere ir a la guerra con las manos desnudas en un trasunto de Jesucristo camino del Calvario. Trata de la epopeya, rigurosamente inverosímil, de Desmond Doss, un hombre que salvó a 75 soldados heridos durante el asalto al acantilado de Hacksaw, uno de los muchos episodios sangrientos de la batalla de Okinawa. No he leído el libro de memorias de Doss pero sospecho que Gibson lo ha seguido al pie de la letra, sin el menor temor de incurrir en el ridículo:

-Escucha, Mel.

-Dime.

-Aquí, cuando salva al sargento, ¿no te parece que ya es demasiado?

-No.

-Ya, pero, ¿no podríamos hacerlo de otra manera?

-No.

-Es que así no se lo va a creer nadie.

-Me importa tres cojones.

-Lo mismo el público se echa a reír.

-Que se jodan.

Esa fidelidad demencial es la misma que lo llevó a rodar La pasión en arameo y en latín, una pretensión que provocó la burla unánime de Hollywood y que dejó el género del peplum fosilizado de la noche a la mañana. Hay tal cúmulo de excesos, cámara lenta sublimada, horrores y gloria en esa película que cuesta creer el resultado. El gran crítico Roger Ebert, uno de los pocos que abrió los ojos al verla, dijo de ella: "Aunque la palabra "pasión" ha logrado mezclarse al romance, su origen en latín hacía referencia al sufrimiento y al al dolor (...) Lo que Gibson me ha enseñado, por primera vez en mi vida, es una idea visceral de en qué consiste la pasión". Visceral es la palabra clave. Se trata de una experiencia profunda y dolorosamente sensorial que se resuelve en un plano espiritual, del mismo modo que el rostro bellísimo de Monica Bellucci se transparenta como un lienzo. Gibson creó la mayor Pietá del séptimo arte al enfocar el viacrucis desde el punto de vista de la madre. Que funcione también como un sermón católico es lo de menos: lo que se muestra es el daño insensato infligido a un hombre. Si resulta casi insoportable contemplarla no es únicamente por el realismo atroz de la tortura sino por la mirada impotente de María, una interpretación asombrosa de Maia Morgenstern. Para colmo, Morgenstern estaba embarazada de varios meses pero no se atrevió a decírselo a Gibson hasta bastante avanzado el rodaje.

Apocalypto, su otro milagro en el celuloide, también fue vapuleada por críticos metidos a historiadores, como si Gibson no contara con un verdadero elenco de expertos o como si el Espartaco de Kubrick no se hubiera tomado suficientes licencias históricas. Hoy por hoy, ningún director rueda con la inocencia, la pureza y la crudeza de Mel Gibson, quien logró poner en pie un imperio teñido en un azul exprimido de los cielos y un verde recién brotado de la selva. En Hacksaw Ridge muestra el horror de una batalla como casi nunca se ha visto en el cine, del mismo modo que en La pasión logró borrar de un plumazo todas las visiones anteriores del Evangelio. En la escena climática de esa película hay una frase que podría resumir su arte. Es un momento de una emoción insoportable, cuando Jesucristo cae por tercera vez, María lo mira y recuerda cuando se cayó de niño. Entonces se acerca hasta su hijo, lo ayuda a levantarse y Jesucristo, exhausto y bañado en sangre, dice esta enigmática frase del Apocalipsis: "¿Ves, madre? Yo hago nuevas todas las cosas".

 

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