Punto de Fisión

Es bellísima

Ha muerto un sabio pero eso en España tampoco importa mucho. Recuerdo cuando en 1995 la defunción de Emilio García Gómez, eminente arabista y uno de los mayores especialistas mundiales en el estudio las jarchas, pasó completamente desapercibida porque el país aún se encontraba de luto, mesándose los cabellos y rasgándose las vestiduras más de dos semanas después de la muerte de Lola Flores. Con José Luis Pérez de Arteaga, fallecido ayer a los 66 años, el eclipse no será tan vasto (quizá debí escribir "basto") por una sencilla razón: porque había trabajado muchos años en RTVE y allí conservaba muchos amigos y también discípulos. Yo nunca lo conocí en persona, para desgracia mía, pero creo que sus íntimos lo llamaban simplemente Pérez, una familiaridad que sin embargo traicionaba la musicalidad esencial de su apellido.

Además de amigos había hecho también, a lo largo de décadas, una incontable pléyade de oyentes. Los que seguíamos sus programas en Radio Clásica -y muy especialmente "El mundo de la fonografía"- siempre sonreíamos al escuchar rompiendo las ondas esa voz tan peculiar, serpenteante, llena de subidas y bajadas, un gorjeo de pájaros que anunciaba la explosión de corcheas que iba a seguir a continuación. Pérez de Arteaga era ante todo una voz, una voz única. Luego uno descubría que detrás de la voz había un señor con perilla, educado, un poco antiguo, quizá porque las maneras y el mundo del que hablaba estaban muertos y enterrados: no en el siglo XVIII ni en los cementerios de Viena sino en el desprecio profundo y secular que este país ha sentido siempre por la educación musical y por el arte de la música. Desde su tribuna de Radio 2 él, junto a otros compañeros -pienso ahora en José Luis Téllez, otra voz y otro sabio incomparable- hacían lo posible por remediar ese desprecio con unas tremendas dosis de erudición, entusiasmo y buen humor.

Esos tres ingredientes mezclados y agitados en su garganta cantarina convertían a José Luis Pérez de Arteaga en un comunicador extraordinario, un cable de transmisión que conectaba inmediatamente a Bach, a Tchaikovsky o a Bruckner con la oreja de uno. El conocimiento es amor y él no sólo amaba la música sino que sabía cómo hacer que el oyente se enamorase de ella. Lo hizo también con la palabra escrita en innumerables artículos y unos cuantos libros. Recuerdo a bote pronto un soberbio estudio introductorio a la obra de Allan Pettersson -que para mí significó el descubrimiento de uno de los sinfonistas esenciales del pasado siglo-; una biografía de Mahler, tan documentada y tan apasionada que parecía escrita en pentagramas; o su apabullante edición -plagada de notas, apuntes y recuerdos personales- a Testimonio, las "falsas" memorias de Shostakovich, que era como una partitura corregida.

De su oído legendario guardo una anécdota personal que me contó un amigo que allá, a comienzos de los noventa, trabajaba en la tienda de discos del Crisol de Juan Bravo. En los altavoces sonaba el Adagio final de la Novena Sinfonía de Mahler. Pérez de Arteaga entró, se quedó escuchando unos minutos y le preguntó al dependiente si se trataba de la interpretación de Carlo Maria Giulini al frente de la Orquesta Sinfónica de Chicago. Mi amigo consultó la caja del CD, asintió con la cabeza, estupefacto, y le preguntó cómo lo había adivinado. "Es inconfundible" dijo él con su pícara sonrisa de crío. "Es bellísima".

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