Punto de Fisión

Moore, Roger Moore

Hubo otros James Bond antes que él y unos cuantos más después, pero a ninguno le sentaban el traje y el personaje como a Roger Moore. Sean Connery era demasiado actor para encarnar aquel maniquí asesino de la Guerra Fría: su calvicie incipiente le condujo al gran cine de aventuras, donde protagonizó algunas de las mejores cintas del género a comienzos de los setenta. Le sustituyó brevemente George Lazenby en Al servicio secreto de su Majestad, tal vez la película más afín al espíritu de las novelas de Fleming, donde Bond no era una superestrella sino un currito del espionaje al que daban calabazas de vez en cuando. Lazenby, sin embargo, resultaba demasiado australiano y en 1973, tras retirarse Connery, le ofrecieron el papel a Moore, inglés de pura cepa, londinense hasta la médula, que se calzó el esmoquin y la pajarita en Vive y deja morir, y ya no se la quitó hasta 1985, en Panorama para matar.

En ese septeto de películas, Roger Moore le imprimió a 007 un deje de elegancia, de rechifla y de ironía que había traído intactos de su paso por dos teleseries de televisión, El santo y Los persuasores. Entrega tras entrega, logró algo que parecía imposible, que el público olvidara el dinamismo y la audacia de Connery al tiempo que la crítica se le echaba encima por tomarse a coña el personaje. Como si alguien pudiera tomarse en serio a aquella gélida marioneta que coleccionaba cadáveres y amantes uno detrás de otra y que salía vivo de cualquier emboscada por pura chiripa. Moore le dio a James Bond algo que ningún otro actor, ni Dalton, ni Brosnan, ni Craig, supo darle: distancia, sentido del humor, una velada crítica interna en la que guiñaba al ojo a la audiencia a la vez que salvaba el mundo. Dijo una vez que Daniel Craig era el mejor Bond de todos pero seguramente también lo decía en broma.

En comparación, el resto de su filmografía -más de cincuenta películas- yace bastante desdibujada. Es probable que para entonces Moore, ya casi sesentón, hubiese decidido cambiar la realidad por la ficción y ayudar a salvar el mundo de una manera más discreta, en su papel como embajador de buena voluntad de la UNICEF. Fue esa labor la que le valió el título de caballero del Imperio Británico en 2003. Tenía 58 años al colgar la pistola, pero el esmoquin le seguía cayendo como un guante en esas reuniones donde tenía que convencer a los millonarios de que soltaran un poco de pasta para los niños hambrientos.

En su vida tras las cámaras, poco tenía que ver el machismo irredento de Bond con Moore, quien muchos años después confesó que había sido víctima de malos tratos por parte de dos de sus ex. Su primera esposa, la patinadora Doorn van Steyn, le golpeaba a menudo con una tetera, mientras que la segunda, la cantante Dorothy Squire, le rompió una guitarra en la cabeza al enterarse de que la había engañado con una actriz. Los dobles se ponían las botes con él, ya que odiaba las escenas de acción y prefería actuar sentado, tumbado en la cama o apoyado contra una pared; lo que fuese con tal de no moverse mucho. Tampoco le gustaban las armas de fuego desde un incidente traumático de la niñez en que su hermano le disparó con un fusil. Fuera de la pantalla, la licencia de Moore era para sufrir.

Tal vez el único punto en común con el agente secreto fuese su gusto por los habanos, unos Montecristo por los que sentía mucho más afecto que por las balas, al contrario que Brosnan, que llegó a la gilipollez de dejar de fumar en cinemascope, decía que para no dar mal ejemplo a los niños -y lo decía mientras seguía escabechando enemigos y abandonando mujeres como una máquina. Moore también confesó que uno de sus profesores de interpretación le aconsejó que sonriera mucho para disimular sus carencias interpretativas, una sonrisa que él tampoco llegó a creerse del todo y que a veces acompañaba de un arqueo de ceja digno de un limpiaparabrisas. Todavía recuerdo aquella película que fui a ver al cine con mi hermano Dani, Moonraker, que empieza en un duelo en paracaídas y termina con una cópula en gravedad cero. No había quien se creyese un fotograma, pero qué bien nos lo pasamos. Sobre todo porque se notaba que él también había disfrutado lo suyo.

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