Punto de Fisión

Pauline Kael a cuchillo

Pauline Kael a cuchillo

Decía Truffaut que ningún niño, cuando le preguntan qué quiere ser de mayor, responde: "Crítico de cine". A lo mejor por eso mismo la profesión rebosa tanto vinagre, tanto cinismo y tanta mala leche. Reconozco mi debilidad por esos francotiradores capaces de derrumbar una superproducción de millones de dólares con una sola frase, aunque sea escrita en una revista universitaria o en un foro de internet. El olor del napalm por la mañana es más estimulante que el del café con crema, especialmente la crema lisonjera con que las productoras adornan tantas mediocridades. Mi favorito en el difícil arte de la injuria cinematográfica era Rogert Ebert, quien formó un dúo fabuloso con Gene Siskel en su columna del Chicago Tribune. Lo era hasta que la semana pasada, en un documental de TCM, descubrí a Pauline Kael.

Para que se hagan una idea, Ebert llegó a escribir, por ejemplo, que The Brown Bunny era sin duda alguna la peor película jamás estrenada en el Festival de Cannes. Entonces su director, Vincent Gallo, replicó que Ebert sólo era un gordo de mierda con el físico de un negrero. Ebert respondió que, con suerte, algún día él dejaría de ser gordo, mientras que Gallo siempre sería el director de The Brown Bunny. Cuando Ebert enfermó de cáncer de colon, Gallo afirmó que había sido él quien había maldecido el aparato excretor del célebre crítico cinematográfico, provocándole el cáncer, pero Ebert zanjó la polémica diciendo que contemplar The Brown Bunny había sido más aburrido que ver su colonoscopia. Después de que Gallo recortara casi media hora de metraje y presentara otro montaje, Ebert reconoció que la película había mejorado mucho, demostrando así que el montaje es el alma del cine.

Probablemente, Pauline Kael nunca habría transigido con este arreglo: era una mujer temeraria a la que no le importaba coleccionar enemigos y que se merendaba un par de directores por semana. Podía hacerlo porque la libertad era el combustible que animaba su trabajo, porque poseía una mirada implacable y una memoria de elefante y, sobre todo, porque su prosa era un bisturí de precisión y, al mismo tiempo, un espectáculo de fuegos artificiales. Escribía siempre en estado de gracia, tanto que alguien llegó a decir que leerla era mejor que ir al cine. Es una verdadera vergüenza que de sus doce o trece libros publicados, con cerca de doce mil reseñas, apenas uno ha sido traducido al castellano. Estamos necesitando un editor (o una editora) que remedie este clamoroso vacío.

En el citado documental, El arte de la crítica, descubrí que Kael escribía a mano, que su hija estudió mecanografía para pasar sus escritos a máquina, y que tardó muchos años en encontrar un puesto fijo donde derramar su talento. En una de sus primeras reseñas, nada menos que sobre Candilejas, dijo que en la lacrimógena escena final Chaplin había cumplido el sueño de Tom Sawyer de asistir a su propio entierro. No duraba mucho tiempo en ninguna de las revistas que la contrataban y cuando The New Republic no quiso publicar su elogiosa crítica de Bonnie and Clyde, en contra de toda la corriente dominante, The New Yorker le cedió un sitial de honor del que ya no se apearía. Fueron sus palabras las que resucitaron la obra maestra de Arthur Penn y, de paso, dieron un empujón a la oleada de cineastas del nuevo Hollywood en los albores de los 70.

Pero, a pesar de sus encendidos elogios a Godard, a Peckinpah o a Brian de Palma, Kael se parecía a Mae West: cuando era buena, era buena, pero cuando era mala, era mucho mejor. Si hay una palabra que se repite en casi todos los invitados al documental es "crueldad", hasta el punto de que Ridley Scott, más de veinte años después, todavía recordaba punto por punto la catarata de invectivas que lanzó contra Blade Runner. Le daba igual atacar una obra maestra, ya fuese La dolce vita, de Fellini, o 2001, una odisea del espacio, de Kubrick, aunque donde se le fue mucho la mano fue en una cena de críticos en honor de David Lean que terminó por desbaratar la escasa confianza que el genial cineasta tenía en sí mismo. Cuando, acorralado ante aquella jauría, Lean comentó que a lo mejor pretendían que volviera a hacer dramas de corta duración, en blanco y negro, y con tres o cuatro personajes, Kael remató: "No. Pueden ser en color".

Una de las grandes lecciones que se desprenden de su arte es que no hay tema, por sagrado o incómodo que sea, del que no pueda hacerse un chiste, siempre que la inteligencia y el buen humor brillen en cada línea. De este modo, fue uno de los pocos críticos, por no decir el único, que se atrevió a cuestionar Shoah, el imponente documental de nueve horas de Claude Lanzmann sobre el Holocausto, al explicar que lo que hace grande una película no es el tema que trata, que en muchos pasajes el aburrimiento era la única sustancia sobre la pantalla y que la mayoría de las entrevistas a los campesinos polacos parecían hechas en la aldea de los tontos de Boris Grushenko, de Woody Allen. Esto último es más o menos lo que me dijo sobre Shoah una amiga polaca y ambas llevan razón. Más terrible aun es el modo en que inicia la masacre de Long Ago, Tomorrow, la película de Bryan Forbes: "He retrasado ir a verla tanto como ha sido posible, primero, por mis reservas hacia el título, y segundo, porque sé que va de una historia de amor entre dos parapléjicos y ¿quién quiere ir a sentarse en el cine a ver gente sentada?"

 

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