Punto de Fisión

España made in Berlanga

España made in Berlanga

Berlanga es uno de los pocos cineastas que se han ganado el derecho a un adjetivo propio, un término que se refiere a algo chusco y excesivo, delirante y ridículo, a medias entre el surrealismo y el costumbrismo, una estética que conecta con el Buscón y el Lazarillo, con algunos grabados de Goya, con el esperpento de Valle-Inclán, con ciertas páginas de Cela y ciertos lienzos del Bosco. Luis José, el incalificable heredero de los Leguineche, intentando patentar una bandeja para el Mundial de Fútbol con una ración de paella, un vaso de gazpacho y una naranja. El cadáver de la madre arrojado al mar, para que no estropee la boda del hijo, que termina arponeado por un submarinista. La subasta de pobres en Nochebuena para decorar la cena de las familias pudientes. El Marqués de Leguineche, que colecciona pelos de coño y que alquila el palacio a los turistas para pagar sus deudas con Hacienda.

Hace sólo unos días se cumplían diez años de la muerte de Luis García Berlanga, en junio del año próximo se celebra el primer centenario de su nacimiento, y Alianza Editorial ha reeditado una versión ampliada del libro El último austrohúngaro, una extraordinaria serie de conversaciones mano a mano entre el genial cineasta, Manuel Hidalgo y Juan Hernández Les, donde se destripan filias y fobias, tropiezos con la censura, proyectos fallidos y anécdotas impagables de sus rodajes. Este año el homenaje empieza muy bien, con todo el mundo con la cara tapada con mascarillas, la peña montando fiestas clandestinas en casa y un rey emérito huido del país por líos con la justicia, imitando a los Leguineche subiendo a un tren de peregrinos a Lourdes con la fortuna escondida en una escayola.

A veces el cine de Berlanga parece rodado en futuro perfecto, con esos planos-secuencia abigarrados, multitudinarios, enloquecidos, llenos de calles en ebullición, ventanas abriéndose y cerrándose, habitaciones en hilera, diálogos entrecruzados, gente y más gente entre la que, en cualquier momento, allá al fondo, va a aparecer tu cara. Tenía fama de vago y de descuidado, quizá por eso pudo rodar algunos de los planos-secuencia más largos, complejos y elaborados del séptimo arte como si los estuviera improvisando en el momento, acompañado por un elenco y un equipo técnico en estado de gracia. También por eso le pasaban cosas que parecían salidas de uno de sus guiones, cosas inverosímiles como que el estreno de ¡Bienvenido, Mr. Marshall! coincidiera con la llegada del nuevo embajador estadounidense a Madrid. Al pasar por la Gran Vía, el hombre vio un cartel enorme con el nombre de la película y se creyó que era una burla y hubo que retirar el cartel antes de provocar un incidente diplomático.

Sí, con sus películas da la impresión de que podría haberse rodado otra película aun más disparatada tan sólo utilizando los chascarrillos del rodaje. En Los jueves, milagro, tuvo que pelear con un sacerdote, el padre Garau, al que colocaron de asesor religioso y que le replicaba con frases que parecían escritas por Azcona: "Usted creerá que soy un hombre anticuado, ¿verdad? Aquí donde me ve, señor Berlanga, ¡yo he sido el primer cura español que se puso un reloj de pulsera!" O durante la filmación de Tamaño natural, película en la que la muñeca fue violada delante y detrás de las cámaras y en la que aparece Michel Piccoli con lencería femenina, escondiéndose el sexo entre las piernas, en una escena que prefigura el estriptís salvaje de Ted Levine en El silencio de los corderos.

Supersticioso hasta la médula, tenía que incluir en cada película la palabra "austrohúngaro" a modo de fetiche, jamás se ponía un sombrero negro y las pocas veces que viajaba en avión lo hacía con un trozo de madera en la mano. Era también un hipocondríaco de tomo y lomo que no quería morirse ni aceptaba la idea de la muerte, quizá por eso, para conjurarla, siempre metía una toma de un funeral, un entierro o un coche fúnebre, "el motivo más cinematográfico que existe" confiesa Berlanga, "junto con el primer plano del rostro de una mujer, sus piernas y sus senos". Pensaba que, con un poco de suerte, la muerte iba a pasar de largo, como la comitiva de los americanos en ¡Bienvenido, Mr. Marshall! y al final se encontró con el garrote y el verdugo. Al menos, cuando era joven pudo salvarle la vida a su padre, a quien iban a fusilar por republicano: lo intentó apuntándose a la División Azul, pero no sirvió de nada, y al final hubo que vender una fábrica y una finca de la familia para pagar el rescate. Después de los peligros y las penurias en Rusia, Berlanga se comió de postre otra mili en Cartagena. ¿A que parece otra película suya?

 

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