Del consejo editorial

Keynes, un sujeto peligroso

JUAN FRANCISCO MARTÍN SECO

Se dice que allá por los años cincuenta entre los banqueros y hombres de negocios de Estados Unidos se consideraba a los keynesianos tan enemigos del orden establecido como a los mismos marxistas, e incluso como un peligro más concreto e inminente a corto plazo. Las fuerzas económicas vislumbraban en las enseñanzas de ese lord inglés, educado en los más puros ambientes victorianos, los gérmenes de un pensamiento auténticamente revolucionario. Toda la arquitectura social de los privilegiados se fundamenta en el principio de que la igualdad se opone a la expansión económica y en que, tal como dicen, hay que agrandar la tarta antes de repartirla. Las medidas antisociales se justifican siempre por la necesidad de favorecer el ahorro y el crecimiento.

Ahora bien, lo que demuestra la teoría keynesiana es precisamente lo contrario: la desigualdad y el correspondiente incremento del ahorro, lejos de ser una condición para el crecimiento, constituyen a menudo un obstáculo. Keynes mantenía que, aunque la inversión y el ahorro realizados son iguales por definición, la inversión y el ahorro planeado no tienen por qué coincidir.

Un exceso de ahorro planeado sobre la inversión planeada desencadena fuerzas contractivas, con lo que se produciría la paradoja de que un incremento del ahorro planeado podría llevar a una reducción del ahorro efectivo mediante una disminución de la renta. Keynes fue aún más allá. En la medida en que la propensión marginal al ahorro aumenta con la renta, todo cambio en la distribución de esta hacia una mayor desigualdad tendría efectos perniciosos no sólo desde el ángulo de la justicia social, sino también desde el del crecimiento económico. Para mantener el crecimiento se necesita o bien que la inversión crezca en mayor medida que el producto –lo que no siempre es fácil– o bien que una mejor distribución de la renta mantenga constante la propensión a ahorrar.

Tales planteamientos hacen saltar por los aires el castillo construido en forma de excusa para defender la acumulación capitalista. De ahí que las fuerzas políticas y económicas recurran a las políticas keynesianas cuando no tienen más remedio porque la crisis los ha colocado al borde del abismo, pero huyen de ellas como de la peste tan pronto como pasa el peligro y vuelven a enarbolar el discurso de la austeridad: reformas y ajustes, sangre, sudor y lágrimas... para los de siempre, claro.

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