Del consejo editorial

Camps ante la Justicia

Óscar Celador
Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas

El juicio que se está celebrando estos días contra Francisco Camps merece el calificativo de esperpéntico, tanto por las declaraciones y los argumentos que están utilizando las partes implicadas en el proceso judicial, como por el hecho de que precisamente en un momento en el que la clase política está pidiendo a la ciudadanía que tenga fe en su gestión y que acepte hacer cada vez más sacrificios económicos para salir de la crisis, en el Palacio de Justicia de Valencia se esté juzgando por cohecho impropio al que fuera, nada más y nada menos, presidente del País Valencià.

El proceso judicial ha avivado un debate que a todas luces no debería existir, al menos en el marco de una sociedad justa y democrática, y es en qué medida los cargos públicos puedan recibir regalos de particulares, o cuál debe ser el valor de dichos regalos para que estemos ante una actividad delictiva. Todo ello, por no hablar de la brillante idea que en su momento tuvo el PP de aprobar un código de buenas prácticas prohibiendo a sus cargos recibir regalos que no respondan, por su importe o causa, a los usos y costumbres sociales. La única respuesta cabal que puede darse a esta cuestión es tolerancia cero; en otro caso, eso sí atendiendo a los usos sociales, los profesores podrían ver sus despachos inundados de jamones, los policías recibir dádivas de los delincuentes en Navidad, y así un largo etcétera.

Ahora bien, el debate más peligroso que ha generado el juicio de Camps es, tal y como lo han calificado algunos, el sinsentido de que la Justicia tenga que dedicar tantos recursos y medios económicos a esta causa cuando el importe de los regalos es de sólo 14.000 euros. El valor de los regalos o el color político de su receptor es irrelevante, aunque algunos parezcan no entenderlo, lo importante es saber si el principal responsable de gestionar millones de euros de dinero público recibía regalos de una empresa a cambio de concederles contratos con la Administración; porque en ese caso los trajes les habrán costado varios millones de euros a los valencianos, y se habrá socavado, una vez más, la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes, que es la peor afrenta que puede hacerse al Estado democrático.

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