Del consejo editorial

El precio de las matrículas universitarias

Jorge Calero

En septiembre, con el comienzo del nuevo curso, los estudiantes universitarios tendrán que hacer frente al pago de las matrículas. El nivel en el que se deberían fijar los precios de las matrículas ha sido desde hace décadas (y sigue siendo) un ámbito de controversia en el que, en mi opinión, se enfrentan posiciones ideológicas poco matizadas. Conviene clarificar el conjunto de elementos que participan en la controversia.

Los precios de matrícula, actualmente, cubren menos del 20% del coste del servicio que prestan las universidades a los estudiantes. Por otra parte, los grupos sociales con más recursos económicos tienen más probabilidad de acceder a la universidad que el resto. Efectivamente, pese a la democratización del acceso que se ha producido en los últimos años, el 34% de jóvenes de cada cohorte que llega a la universidad sigue siendo un grupo relativamente aventajado económicamente. Finalmente, la obtención de un título universitario mejora los ingresos a lo largo de toda la vida.
Sobre estos tres hechos, sobradamente establecidos, una primera propuesta, poco matizada, consiste en insistir en que los estudiantes se hagan cargo de la totalidad del coste: como media, tienen suficientes recursos cuando estudian; como media, tendrán recursos en el futuro. Esta propuesta se matiza incorporando el sistema de becas y préstamos: aquellos que no pueden pagar deben ser cubiertos por becas o por préstamos que retornarán una vez titulados.

Aunque atractiva en su simplicidad, la propuesta no está exenta de problemas que deben ser muy tenidos en cuenta en cualquier reforma. Subrayaré los tres que considero más importantes. Primero, es cierto que la educación superior genera beneficios a sus receptores, pero también al conjunto de la sociedad (los denominados efectos externos positivos), por lo que resulta lógico que la sociedad en su conjunto participe en su financiación.

Segundo, que el sistema de becas y/o préstamos resuelva automáticamente los problemas de quienes no podrían pagar un precio de matrícula elevado está más en el terreno del desiderátum que en el de los hechos probables (máxime si consideramos las limitaciones de los actuales diseños de los programas). Y, finalmente, la resistencia de los estudiantes ante cambios en los precios de matrícula es notable y su capacidad para hacer oír su voz es superior a la del resto de ciudadanos (tenemos suficientes ejemplos cercanos).

Estos tres problemas son parciales y de diferente índole, pero nos permiten apreciar lo siguiente. La elevada subvención indiscriminada que reciben actualmente los estudiantes universitarios (al menos, en el grado) es, probablemente, ineficiente y regresiva. Sin embargo, las alternativas pueden ser, incluso, más problemáticas.
Cualquier reforma debería garantizar, con anterioridad a una subida sustancial de los precios, la equidad en el acceso y que la financiación pública cubra una parte suficiente de un servicio cuyos beneficios, finalmente, acabará recibiendo el conjunto de la sociedad.

Catedrático de Economía Aplicada

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