Del consejo editorial

Uniones ibéricas

Carlos Taibo

De vez en cuando renace una discusión, sugerente por muchos conceptos, relativa a la eventual conveniencia de procurar una unión entre Portugal y España. No es el propósito de estas líneas sopesar qué es lo que tal horizonte supondría. A título provisional tiene suficiente interés –parece– el examen de algunas de las opiniones que al respecto se han vertido.
Dejemos constancia, antes que nada, de algo importante: cuando en Portugal se ha planteado, en diferentes encuestas, la perspectiva que hoy nos atrae, siempre se ha hablado de una unión, presuntamente de carácter federal, y no de una absorción por España. Compréndase que se trata, claro, de horizontes muy distintos. Los niveles de apoyo relativamente altos que la primera posibilidad, la de la unión, ha recabado bien pueden explicarse en Portugal de dos maneras. Si la primera recuerda que, en virtud de la bonhomía que las gentes suelen mostrar a la hora de responder encuestas, las uniones disfrutan de buena prensa, la segunda subraya que Portugal se halla inmerso desde hace un decenio en una crisis económica, y en su caso de identidad, realmente grave.

Es verdad, sin embargo, que en los dos últimos años los ciudadanos portugueses bien pueden consolarse en la certificación de que lo que les ocurría a ellos desde tiempo atrás ha empezado a sucederle también a sus vecinos. Demos fe, en segundo lugar, de una conducta común en el magma del nacionalismo lingüístico español: la que, tras celebrar con alborozo que muchos portugueses deseen que el castellano sea obligatorio en el sistema educativo de su país, no propone, en cambio, ninguna reciprocidad. ¿Cuántos de nuestros conciudadanos que tienen el español como lengua materna han realizado el esfuerzo de aprender catalán, euskera o gallego? En el caso de una imaginable unión, ¿cuántos, y vayamos a lo que hoy nos interesa, asumirían de buen grado la tarea de aprender portugués, la lengua que habla hoy el 20% de los habitantes –acaso más, si sumamos, y debemos hacerlo, a los gallegos– de la Península Ibérica? Demos rienda suelta a la imaginación y supongamos, en otro terreno, qué acarrearía un Estado federal ibérico. En una primera lectura sería, paradójicamente, algo difícil de aceptar para el nacionalismo español. Aunque sobre el papel otorgaría a este una posición prominente en la nueva instancia, al cabo emergería una unión en la que uno de sus integrantes, Portugal, con diez millones de habitantes, por lógica preservaría para sí capacidades autónomas que a buen seguro darían alas a las demandas de otros. Claro que no es de desdeñar que en Lisboa acabasen por comprobar cómo se las gastan –en materia lingüística, por ejemplo– esos nacionalistas españoles de los que ya hemos hablado.

Ni siquiera tenemos garantías, en un orden de cosas diferente, de que, de resultas de una eventual unión, se desvaneciese la triste realidad de un país, España, siempre de espaldas –minorías aparte– a su vecino occidental. Aunque la figura de José Saramago permite preservar al respecto un ápice de dignidad, el hecho de que Cristiano Ronaldo y Luis Figo sean los portugueses más conocidos entre nosotros lo dice casi todo.

Profesor de Ciencias Políticas

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