Del consejo editorial

Prostitución y lenguaje

Carmen Magallón

En un reciente documental sobre la prostitución, emitido por una cadena pública de televisión, vuelvo a constatar un uso del lenguaje que siempre me ha parecido sexista y discriminador. Y es que mientras a las mujeres que ofrecen determinados servicios sexuales a cambio de dinero se les llama prostitutas o putas, términos ambos con connotaciones cuando menos despreciativas, a quienes acuden a ellas se les llama asépticamente clientes. De este modo, mientras ellas quedan denotadas negativamente, la denominación de los hombres que las buscan está al nivel de quien va a un supermercado a comprar un producto cualquiera.

Dentro del feminismo hay distintas posiciones al respecto de la prostitución, desde quienes defienden que es una opción libre de algunas mujeres hasta quienes trabajan por su abolición al considerar esta actividad cercana a la esclavitud. Personalmente, pienso que el acceso al cuerpo de las mujeres por dinero es un acto de poder que se reservan los hombres, y que honra a este periódico el no aceptar anuncios al respecto. Según un estudio sociológico realizado en Zaragoza –que suele ser elegida por tener un perfil que refleja bien el promedio del país–, un 95% de quienes ejercen la prostitución en esa ciudad son mujeres inmigrantes. Forman parte, pues, del contingente de personas que salen de su país impulsadas por la desigualdad económica entre distintas zonas del mundo, una primera y fundamental desigualdad. Cuando no son objeto de otros abusos y engaños, son ellas quienes deciden dedicarse a la prostitución, pero en un marco de libertad muy mermada. En la mayoría de los casos –siempre según el estudio mencionado– son mujeres que envían dinero a su familia en el país de origen, que mantienen préstamos a intereses desorbitados y cuyas opciones de trabajo alternativo son muy limitadas. Por eso, más que libertad, en su situación predomina la necesidad económica. Y cierta libertad, sí, la que te permite elegir la salsa con la que vas a ser cocinada. En lo que sí hay acuerdo en el feminismo es en la importancia de criticar los aspectos sexistas del lenguaje, al que se reconoce capacidad para hacer visible la realidad, para conformarla de algún modo, y también para transformarla. Pues bien, sin entrar a fondo en el debate sobre la prostitución, hay una asimetría por la que se puede comenzar a desmontar la desigualdad de trato social de hombres y mujeres implicados. Y es que si la actividad es conjunta, lo justo es que ambos participantes sean tratados de modo similar.

La propuesta es que si se continúa con la denominación clásica, cada vez que a ellas se les llama prostitutas ellos habrían de nombrarse como prostituidores; y si ellas son putas, ellos puteros, –por cierto, este término, putero, es el usado en la traducción del ampliamente vendido Millenium, marcado, se supone, por una opción explícita en la versión original de la novela–. Y si se opta por la asepsia, y continúan ellos siendo nombrados como clientes, habremos de inventar un término igualmente aséptico y llamarlas a ellas, por ejemplo, proveedoras de servicios sexuales.

Doctora en Físicas y directora de la Fundación Seminario de Investigación para la Paz

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