Del consejo editorial

El derecho a la vida de los homosexuales

 ÓSCAR CELADOR ANGÓN

La reciente visita del Papa a Francia no ha estado exenta de polémica, debido al caluroso recibimiento que Sarkozy dispensó al Papa y por las declaraciones del presidente francés a favor de una laicidad sana y positiva que permita al Estado dialogar con las confesiones religiosas. Parecía que el líder político de la república europea fundada sobre la libertad, la igualdad y la laicidad estaba haciendo un gesto fuera de tono al Papa, que en un hermoso discurso en el Palacio del Eliseo recordó a los asistentes que la Iglesia católica tiene entre sus prioridades la defensa de los derechos humanos.
¿Qué ha ocurrido para que en sólo unas semanas Sarkozy proponga a las Naciones Unidas la aprobación de una declaración de carácter político a favor de la despenalización de la homosexualidad, y la Iglesia declare públicamente que no va a adherirse a esa iniciativa? ¿Estamos ante un caso de evidente esquizofrenia, o es que ambas aptitudes eran predecibles?
Sarkozy recibió al Papa con el boato y el glamour que permite el estricto protocolo francés porque es el jefe de un Estado extranjero y el líder espiritual de un sector importante de la población francesa. Además, ha presentado la propuesta mencionada a las Naciones Unidas –en nombre de los 25 países de la Unión Europea– porque así se lo marca la agenda europea, que desde los años 90 está promoviendo políticas conducentes a erradicar la discriminación, entre otros motivos, por razón de sexo.

La respuesta del Vaticano a la proposición presentada a la ONU era muy previsible, pese a que supone que la Iglesia católica se alinea con el sector de los países miembros de la ONU contrarios a la iniciativa francesa, la mayoría de los cuales son musulmanes o regímenes dictatoriales. Las Iglesias, y la católica no es una excepción, se soportan en una ideología que por definición es fundamentalista y excluyente, e imponen sus dogmas de fe en las sociedades en la medida en las que se les permite.
La homosexualidad es un delito en numerosos países y se sanciona con multas, torturas, penas privativas de libertad de cierta entidad e, incluso en algunos de ellos, con la muerte. El Vaticano no es el responsable de que los homosexuales sean encarcelados o asesinados en terceros países, pero lo mínimo que puede exigirse a un Estado que se coloca la etiqueta de defensor de los derechos humanos es que no legitime indirectamente su persecución. El discurso de la Iglesia católica en debates tan importantes como el aborto, las técnicas de reproducción asistida o la eutanasia se soporta en su legítima interpretación del derecho a la vida, que para ella debe primar sobre cualquier otro bien jurídico; pero ¿acaso los homosexuales no tienen derecho a la vida?, o ¿es que simplemente su derecho a la vida no merece la pena ser defendido?
El Vaticano ha justificado su posición en que la aprobación de la declaración política propuesta por Francia puede suponer que posteriormente la ONU presione a la Comunidad Internacional para que reconozca los matrimonios entre personas del mismo sexo. El Vaticano está desperdiciando una oportunidad histórica para colocarse del lado de una minoría duramente perseguida. Su actitud le resta credibilidad en su discurso sobre los derechos humanos y, sin ningún tipo de dudas, le pasará factura en el futuro.

Óscar Celador Angón es Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado

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