Del consejo editorial

Educación comprensiva

 JORGE CALERO

Una educación en la que los alumnos permanecen en las mismas aulas, sin diferenciación, durante el mayor tiempo posible o, al menos, durante la educación obligatoria. Ese tipo de educación es el que se denomina "comprensiva". La LOGSE, aprobada en 1990, fue una reforma educativa de corte comprensivo. Tres de los elementos más importantes de esa Ley se corresponden con la definición. En primer lugar, la educación obligatoria se alargó dos años, llegando hasta los dieciséis años. En segundo lugar, hasta los dieciséis años los alumnos no podían optar por itinerarios diferentes (estudios profesionales en lugar de académicos, por ejemplo). En tercer lugar, tras la reforma, las escuelas e institutos no debían separar en distintas aulas a los alumnos. No podían, por ejemplo, asignar aulas diferentes a los alumnos con peor rendimiento. Tampoco debía escolarizarse en aulas o centros separados a los alumnos con alguna discapacidad, salvo en los casos más extremos (esta última característica es la que convierte a un sistema educativo en inclusivo).
Los tres elementos que he mencionado son compartidos por muchos de los sistemas educativos más eficaces del mundo. Proporcionan una base, también, para que la educación sea algo más equitativa y para que los ciudadanos aprendamos desde pequeños a no dejar a nadie atrás.

Sin embargo, la comprensividad de la LOGSE (y de otras reformas similares) ha sido una fuente continua de tensiones y conflictos. No cuesta trabajo imaginar quién puede tener motivos de queja. Pensemos sólo en dos colectivos: por una parte, el profesorado; por otro, los mejores alumnos y sus familias. Los profesores tienen ahora clases bastante más difíciles para las que en ocasiones no están preparados. A menudo, además, deben trabajar con recursos insuficientes. Asimismo, los mejores alumnos ya no se quedan a los catorce años en clases selectas de las que han desaparecido los peores compañeros. Frecuentemente, su rendimiento se resiente y eso lo perciben también los padres y madres.
Los centros educativos afrontan con mejor o peor voluntad las tensiones y exigencias que supone la comprensividad (al menos la que no está apoyada con los suficientes recursos). Pero, reconozcámoslo: cualquier medida, cualquier actuación que suponga un paso atrás en la comprensividad tiene un innegable atractivo para los centros, porque simplifica la situación, la hace más conocida y la relaciona con el pasado. Por este motivo, por ejemplo, muchos centros siguen, más o menos, amparados por la legalidad, separando a sus alumnos en aulas en función de sus resultados. Motivos similares estaban detrás de la ruptura de la comprensividad que impulsó en 2002 el Partido Popular mediante la Ley de Calidad de la Educación, bloqueada en 2004 por el Gobierno del PSOE.
La comprensividad en la educación es difícil, costosa y, en ocasiones, a los usuarios y a las familias les cuesta trabajo entenderla. Está sometida, por todo ello, a una diversidad de amenazas. Pero si una sociedad opta por ella (y parece que así es en España) la apuesta debe ser firme y continua. Conviene, además, que se conozcan adecuadamente sus beneficios, no sólo sus costes. Y, en los últimos años, la sociedad ha recibido una descripción muy detallada de los costes, pero apenas tiene noticias de los beneficios.

Jorge Calero es Catedrático de Economía Aplicada 

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