Del consejo editorial

El timo de los ricos

Uno de los espectáculos más curiosos y apasionantes consiste en contemplar cómo el ser humano es capaz de cometer una y otra vez los mismos errores. Hace ya bastantes años que Galbraith escribió un libro divertidísimo, aun cuando lo que narraba podría decirse que eran infortunios, sobre las sucesivas crisis financieras acaecidas en los cuatro o cinco últimos siglos. Se titula Breve historia de la euforia financiera.

El libro es sugestivo porque muestra hasta qué punto puede llegar la estulticia de la gente, estulticia amalgamada con buenas dosis de avaricia y unas gotitas de vanidad. Todos piensan ser los más listos y haber encontrado la gallina de los huevos de oro.

Esta estupidez, en contra de lo que se podría suponer, no es privativa de las clases sociales más bajas y con menores conocimientos económicos, sino que, como una vez más se ha puesto de manifiesto con el caso Madoff, afecta asimismo a las elites y oligarquías financieras. Los que pasan por grandes expertos pueden ser igualmente víctimas de los más burdos engaños. Aunque, como en todos los timos, las víctimas tienen también mucho de estafadores o, al menos, de listillos.

Los mecanismos son siempre idénticos. El truco de la pirámide, desde Ponzi a Madoff, pasando por Gescartera, el Club Filatélico o doña Branca dos Santos, consiste en pagar unos intereses muy superiores a los normales –he ahí lo atractivo de la operación–, pero no con la rentabilidad del dinero prestado, sino con los nuevos recursos depositados. El sistema se mantiene mientras las entradas sean superiores a las salidas, pero hace aguas tan pronto como incertidumbres económicas o financieras invierten el flujo, de manera que es más el dinero que se retira que los nuevos fondos depositados.

Hay también, en todos los casos, una convergencia de motivaciones a la hora de facilitar la estafa. En primer lugar, la avaricia, unida a un cierto engreimiento de creer que es su pericia la que les hace obtener un rendimiento mayor al conseguido por los demás. En segundo lugar, el nombre y la fama de los que gestionan las inversiones impiden que nadie desconfíe.

En un mundo de apariencias, se considera imposible que personas tan relevantes y entendidas puedan confundirse o engañar. A los inversores de Madoff, por ejemplo, debió de parecerles lo más normal que la rentabilidad de sus fondos fuese muy superior a cualquier otra y que, además, gozase de una constancia envidiable, manteniéndose casi los mismos intereses cualquiera que fuese la coyuntura. Todo lo tapaba el hecho de sentirse pertenecer a un club de elite, ya que Madoff se permitía escoger a los inversores.

Pero, junto a todo lo anterior, se encuentran las características del mundo económico y financiero que hemos creado, un laberinto alambicado, lleno de recovecos y enredos. Esa complejidad, aun cuando se intente justificar en aras de la eficacia, tiene como única finalidad desterrar la transparencia y cualquier capacidad de control.

Se trata de ocultarse. En primer lugar, al fisco, evitando todo gravamen, pero, una vez instalada la opacidad, sus primeras víctimas son los propios clientes. Ni los más listos y avispados están libres de que otros más listos y avispados les engañen.

Más Noticias