Del consejo editorial

La ley placebo

ANTONIO IZQUIERDO

El jueves se aprobó una ley placebo sobre la inmigración a propuesta del Gobierno y mejorada por el Parlamento. Ciertamente, la norma no modifica el modelo inmigratorio; su misión parece ser la de aplacar el mal humor que destilan los españoles en los sondeos. Se cree que ese estado de ánimo es el que determina el voto. Si fuera ese el fundamento del cambio legislativo hay que decir que no era necesario, porque hace dos años que las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas registran que la fiebre ha bajado y que hoy estamos al nivel de 2001. Debemos reconocer que el discurso
del Gobierno ha enfriado el acaloramiento público. Pero sólo en la piel.

Si la expresión pública de recelo disminuye, ¿es, acaso, porque somos diferentes los españoles o sólo lo aparentamos? Pues lo común es que con la crisis se tapen menos las vergüenzas racistas. Esa crecida del sentimiento antiinmigrante en época de dificultades ha quedado repetidamente acreditada allende nuestras fronteras. ¿Estamos en presencia de una particularidad celtibérica?

Está claro que los últimos barómetros del CIS reflejan esa mengua de la preocupación por la presencia inmigrante en su doble plano nacional y personal. El agobio ha caído entre 2007 y 2009 del 35% al 19% en el ámbito público y del 12% al 6% en la agenda privada. Por lo visto, la inmigración de países terceros constituye para los ricos un problema nacional y, para los pobres, uno personal. Claro está que las clases acomodadas extraen beneficios de este tipo de inmigrantes que, sin embargo, sólo se integrarán de verdad con los españoles de su misma clase social, es decir, con los nativos que están abajo.

Los datos enseñan que en los periodos de bonanza económica las percepciones se desmaterializan y la repulsión se ceba en lo simbólico. En otras palabras, se regatea con los derechos a cambio de la sumisión en las costumbres. Al contrario de lo que sucede en los tiempos de infortunio, cuando el rechazo se "laboraliza" y socializa. En la prosperidad se enfatizan la diferencia religiosa y los hábitos visibles, mientras que en la escasez lo que repele es su presencia en el trabajo y en la escuela pública. En verdad nunca se ha aceptado que los inmigrantes más vulnerables ejerzan la igualdad de derechos, sino que se les reconocían porque no los consumaban. Lo que ocurre es que, en la crisis, el rechazo se amplia en ámbitos públicos. Ahora abarca desde el trabajo hasta el ambulatorio y, además, se extiende por las clases medias.

No vivimos en una sociedad de intercambios sociales. En realidad hay poco canje de experiencias entre nativos e inmigrantes y, cuando se dan, no necesariamente conducen al aprecio. Los estudios cualitativos muestran que las relaciones mutuas escasean y que en las plazas públicas se mira pero no se habla. Daré sólo un ejemplo: los latinoamericanos aparecen en las encuestas como los preferidos, pero son los más detestados por su presencia en los parques. Sin duda el mejor vecino es el que no se ve. Queremos inmigrantes imaginarios.

Antonio Izquierdo es catedrático de Sociología

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