Del consejo editorial

El perdón de los pecados

 ÓSCAR CELADOR ANGÓN

Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado y de Libertades Públicas

Los abusos sexuales a menores no pueden tener ningún tipo de cabida en una sociedad. Da igual quién sea el abusador, la víctima o las circunstancias de cada caso, la tolerancia debe ser cero. La repulsa hacia este tipo de actividades aumenta considerablemente cuando el pederasta tenía una relación de confianza con los menores o con sus familias, ya que esta situación indudablemente facilita la comisión del delito.

Pese a que la Iglesia católica viene sosteniendo que es víctima de una campaña malintencionada de desprestigio, desde finales de los años noventa no paran de aflorar denuncias contra sacerdotes y religiosos católicos que destapan casos de pederastia en seminarios, escuelas y orfanatos. Es más, cuando todavía algunos no habíamos olvidado el espectáculo deleznable de ver cómo varias diócesis estadounidenses pagaban cifras millonarias para conseguir acuerdos extrajudiciales –e incluso que muchas de ellas tuvieran que declararse en quiebra–,
el informe de la Comisión sobre Abusos a Menores irlandesa nos enseñó cuál es el alcance real del problema.
La respuesta de la Iglesia católica ante los casos de pederastia ha sido muy polémica. En la mayoría de los casos los superiores de los religiosos se limitaron a llamar la atención a los pederastas. En otros ordenaron su traslado a otros centros donde, la más de las veces, volvieron a cometer abusos. La actitud del resto de los miembros del clero que conocía los abusos también ha sido muy delicada, pues optaron por la indiferencia y el silencio. La posición institucional de la Iglesia tampoco está exenta de polémica ya que, si bien ha ordenado numerosas investigaciones internas, estas se realizaron decretando el secreto pontificio de las actuaciones en las que estuvieran involucrados sacerdotes y amenazaron con la pena de excomunión para aquellos que levantaran el secreto del sumario. El último eslabón de esta cadena de hechos dantesca lo encontramos en las recientes declaraciones del Papa Benedicto XVI, quien ha condenado públicamente y con dureza los casos de sacerdotes pederastas.
Ahora bien, ¿es suficiente con pedir perdón y lamentar los casos de pederastia? Puede que así sea en el reino de los cielos, donde el pecador que se arrepiente, confiesa y se aparta del pecado alcanzará misericordia. Decía Shakespeare que el sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a la tarea de reparar el daño hecho; pero en este caso el daño causado es irreparable, ya que estamos hablando de la inocencia y la dignidad de menores a los que se ha marcado de forma cruel y deplorable el desarrollo de su personalidad. Hay heridas que nunca se cierran, y que aunque sanen dejan cicatrices que puede que podamos ocultar a los demás, pero no a nosotros mismos. En el Estado de derecho, las disculpas, incluso las más sentidas, no tienen cabida para este tipo de atrocidades y las autoridades públicas tienen la obligación de investigar los hechos y de actuar, aplicando las penas a los criminales y a aquellos que encubrieron sus delitos. En otro caso, esta historia nunca se acabará.

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