Del consejo editorial

No silenciemos al testigo

ANTONIO IZQUIERDO

Catedrático de Sociología

Dime cuál es la proporción de inmigrantes en situación irregular y te diré en qué tipo de sociedad vives. En otras palabras: la tasa de irregularidad es un indicador del grado de cinismo social y de ineficacia política de un país. Y el padrón ha resultado ser un testigo incómodo que revela nuestros defectos y al que se quiere callar.
La batalla contra el empadronamiento es una lucha de intereses. Se ha desarrollado en dos fases, una silenciosa y otra ruidosa. El ataque al testigo comenzó en 2003, cuando se impuso la obligación a los inmigrantes extracomunitarios de renovar su inscripción cada dos años. En esa misma reforma, se propició el acceso de la policía a los datos de extranjeros. El padrón cambió su naturaleza y pasó de instrumento de recuento de población a cámara de vigilancia para controlar a los indocumentados. Aumentaron los requisitos para inscribirse tras la regularización de 2005 y estallaron públicamente las cortapisas en las elecciones municipales de 2007 cuando las formaciones políticas xenófobas alcanzaron representación local. La sobrecarga de los servicios sociales a resultas de la crisis ha supuesto el tiro de gracia.
Ciertamente, el empadronamiento no es un hecho aséptico. No lo es para los nativos ni para los inmigrantes. Unos y otros frecuentamos el empadronamiento por conveniencia. El padrón, como todo registro administrativo, da fe de las relaciones de poder en la vida social. Por eso, los gobiernos municipales empadronan y desempadronan echando mano de la calculadora económica y electoral.

Hay quienes piensan que no empadronar reducirá la irregularidad, pero se equivocan. La irregularidad tiene sus fuentes en el insuficiente control de las entradas y en el peso de la economía sumergida. Es el producto de la inefi-
cacia política y de la cultura del empleo sin contrato. De modo que el padrón y los derechos asociados no convierten a un sedentario boliviano en un trotamundos ni obligan al empresario a darlo de alta en la Seguridad Social.
De hecho, en la crisis apenas hay empadronamientos de venideros. Los flujos de trabajadores han disminuido y los que están decididos a quedarse no se van a ir. Ahora el empadronamiento es más fidedigno y dificultarlo no va a reducir el flujo exterior, pero sí que aumentará el volumen interior de residentes invisibles que trabajan de modo intermitente y sin contrato. Si cuaja esa política, la irregularidad se enquistará y ampliará.
Todo parece indicar que en la próxima Ley de Gobierno Local se obstaculizará la inscripción de los inmigrantes aplicando una cláusula de inhabitabilidad. Probablemente la politización del empadronamiento va a desfigurar la geografía inmigrante. No se apuntarán donde vivan y trabajen, sino donde los números cuadren. Tendremos hijos de padres ausentes que trabajarán en la economía sumergida cuyo empadronamiento no coincidirá con el domicilio real.
Defender el empadronamiento de todos los inmigrantes nos obliga a regular mejor los flujos y a reducir la economía oculta para disminuir la irregularidad. Si silenciamos al testigo nos italianizaremos.

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