CARLOS TAIBO
Profesor de Ciencia Política
En los últimos meses no han sido pocas las voces que, conocedoras de lo que se cuece en la Unión Europea, han expresado su recelo ante un argumento mil veces repetido: el que llama la atención sobre las presuntas bondades del Tratado de Lisboa en lo que se refiere a acrecentar la agilidad y la eficacia de unas instituciones hasta hoy más bien mortecinas. Para muchas de las voces que nos ocupan, y por decirlo rápido, el tratado ha llegado demasiado tarde en un escenario en el que han surgido de por medio nuevos y acuciantes problemas.
El primero de esos retos inabordables lo configura un inquietante alejamiento entre políticos y tecnócratas, por un lado, y ciudadanos de a pie, por el otro. Sobran las razones para aducir al respecto que se ha acabado un idilio de años. Las trampas vinculadas con la ratificación del viejo tratado constitucional y con el propio Tratado de Lisboa han dejado una huella imperecedera a la que se suma una circunstancia más: el chalaneo permanente al que se entregan desde hace tiempo liberales, conservadores y socialistas ha cancelado en los hechos muchos de los elementos de vivacidad que, al calor de la competición y la oposición, dan aire a tantos sistemas políticos.
No es más halagüeño el registro de la Unión, cada vez más inmersa en la consolidación de una Europa fortaleza, en lo que hace al encaramiento de la crisis económica. Si en los 20 últimos años los poderes públicos han perdido dramáticamente capacidades de acción, los problemas que acosan a Grecia o a España a duras penas aciertan a ocultar que en el propio núcleo duro de la Unión faltan las respuestas convincentes mientras, y con lo que ha llovido, la desregulación, adobada con los mitos de la competitividad y del crecimiento, sigue impregnándolo casi todo. A estas alturas, y en paralelo, sólo los más ingenuos creen que la UE, esa audaz compradora de cuotas de contaminación que los países pobres no están en condiciones de agotar, se halla comprometida en una lucha sin cuartel contra el cambio climático. Qué no decir, en fin, de una política exterior que, alicaída, sigue arrastrando una dócil sumisión al dictado norteamericano. Quédenos el consuelo de certificar, eso sí, que –con los mimbres presentes– no hay ningún motivo para afirmar que una diplomacia fuerte del lado de la UE dibujaría un mundo más justo y solidario...
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