Del consejo editorial

'Vae victis!'

RAMÓN COTARELO

Catedrático de Ciencias Políticas

En todas las guerras que acaban en rendición incondicional los vencidos quedan a merced del vencedor, que suele tener poca o ninguna. Espera a aquellos la muerte, la esclavitud, el destierro, la asimilación, el terror, males de duración incierta, correspondientes a la venganza del vencedor, que no conoce fin.
Lo que distingue los tiempos modernos de los anteriores es que el destino de los vencidos suele dirimirse en los tribunales de justicia. Justicia del vencedor pero, según se dice, justicia al fin y al cabo. Peores son los destinos determinados directamente por los militares vencedores. Desde la Segunda Guerra Mundial, lo normal es que el vencedor lleve al vencido a los tribunales y lo haga ahorcar, como a Saddam Hussein hace poco.

Con o sin tribunales, ¡ay de los vencidos!
En España hubo unos vencidos en 1939 que quedaron a merced de los vencedores en el marco de una dictadura militar, travestida en civil hacia los años sesenta, que trató al país como territorio ocupado y dividió a sus habitantes en dos grupos: leales y enemigos, no reconociendo a estos derecho fundamental alguno; ni el de la vida. Y así funcionó aquel régimen inicuo, que llamaba patria a un territorio que acogía a más de cien mil compatriotas asesinados y enterrados en fosas comunes y a una cantidad indeterminada de ellos desenterrados a mansalva y vueltos a enterrar para hacer compañía al jefe de sus asesinos en su viaje a la eternidad, en ese monumento kitsch y siniestro que la egolatría del personaje se hizo construir.
España sí es diferente: la dictadura no fue vencida en la guerra, sino que ella misma, producto de una victoria militar, organizó su sucesión. Y 35 años después de la muerte del dictador los vencidos siguen en donde estaban: los muertos, amontonados en fosas anónimas, y los vivos, sometidos a atropellos institucionales instigados por los herederos de los vencedores.
Decir que el pacto de la Transición no puede revisarse ni por medio de los tribunales muestra en dónde estamos: en donde siempre, con el miedo disfrazado de prudencia y ecuanimidad. Todo el mundo desde Antígona quiere tener a sus muertos enterrados según sus convicciones, no tirados en cualquier parte o expuestos como trofeo del vencedor. No reconocer este derecho y no hacerlo efectivo ya con ayuda de todos, empezando por los vencedores o sus herederos, es lo que prueba que no tenemos arreglo.

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